Una tía mía, cuando algo le resultaba muy complicado, decía que era más difícil que ‘enhebrar una aguja en un pajar’. Yo nunca había visto un pajar, pero le enhebraba todas las agujas a mi madre, ya fuera en el cuarto de estar o en el salón, por lo que no entendía el problema de hacerlo en un pajar.

–¿Cómo son los pajares, mamá?

–De madera, imagino, con los techos muy altos. Solo los he visto en las películas. Qué preguntas haces.

–¿Y por qué resulta tan difícil enhebrar una aguja en un pajar?

–¿Quién dice que es difícil?

–La tía Asunción.

–Lo que la tía querrá decir es que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el cielo.

A veces es mejor no preguntar porque las cosas se van complicando de forma progresiva. ¿Qué tenían que ver los ricos y los camellos en aquella historia? La infancia está llena de imágenes incomprensibles, de asociaciones disparatadas. A partir de aquel día, siempre que le enhebraba una aguja a mi madre pensaba en los ricos y en los camellos. Muchas noches soñé con un millonario que intentaba pasar por el ojo de una aguja, mientras un camello llamaba a las puertas del cielo, o viceversa. En aquella época estaba francamente preocupado por el más allá, y no sabía si mi habilidad enhebradora sería un salvoconducto o una dificultad para entrar en la gloria. Una cosa estaba clara: que no era rico ni camello. Lo primero me daba igual. Lo segundo me dolía.

En esas estábamos cuando un día, en el recreo del colegio, se le perdió a alguien una peseta y se puso a llorar. El profesor de física salió a ver qué pasaba y aseguró que dar con aquella peseta iba a ser más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Me quedé espantado, porque se trataba de una nueva versión de las agujas y de los pajares. Cuando llegué a casa, interrogué a mi madre:

–¿Es más fácil encontrar una aguja en un pajar o que un rico entre en el cielo?

–No sé, hijo, qué cosas se te ocurren. Me parece que lo difícil era lo del camello, pero tampoco estoy segura.

Entre tanto, por si no hubiera bastantes agujas en nuestra vida, de vez en cuando llegaba el practicante y te ponía una inyección.

–¿Qué haría usted si se le perdiera la aguja en un pajar? –preguntaba yo al practicante.

–Anda, anda, no digas tonterías y bájate los pantalones.

No conseguí salir de dudas, pues. Y ahora hago como que sí, pero en el fondo todo me sigue pareciendo incomprensible. La vida es difícil, más que enhebrar una aguja en el cielo, o que meter a un camello en un pajar. La vida es dura, sí, sobre todo si uno ha decidido no bajarse los pantalones ni siquiera frente al practicante.

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