El Ecuador de los noticieros limita al norte con Marulandia, al sur y al este con Perú y, por adentro, con los bordillos de las carreteras, esas tripitas de asfalto que conectan una ciudad con otra o, en su defecto, una ciudad con un pozo de petróleo. Cada vez que ese país extranjero que queda al otro lado del bordillo se alborota (cuando la Conaie declara una movilización, por ejemplo), los reporteros salen de las ciudades y avanzan por las tripitas, hasta el punto en que un árbol derribado les impide el paso.
Constatan la gravedad de la situación, se asoman al bordillo y echan una mirada al otro lado.

Claro que, desde ahí, no se alcanza a ver lo que ocurre en las comunidades (adonde la televisión no llega por temor a cruzar la frontera), menos aún a comprender la dinámica de la toma de decisiones políticas que determinan el éxito o el fracaso de una movilización. Podemos ver la guerra de Iraq    “en vivo y en directo”, pero de Cañar o Chimborazo tenemos que conformarnos con rumores. No importa: con lo poco que los reporteros ven desde el bordillo (y con lo que alcanzan a oír), les basta para sacar conclusiones generales.

El martes, Bernardo Abad, que seguía con preocupación los informes enviados por  Guido Acevedo desde Guachalá (límite entre Imbabura y Pichincha), resumió así la situación: “los indígenas no permiten que pasen las personas normales que desean comunicarse con la Capital de la República”. En paros de esta naturaleza, explicó Acevedo, “hay gente inocente que paga las consecuencias”. Se refería, claro, a la gente de este lado del bordillo, cuya pacífica existencia se ve afectada por los disturbios que protagonizan los anormales del otro lado, culpables todos, vaya a saber uno de qué, pero culpables.

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Nada que hacer: nuestra televisión se aproxima al movimiento indígena con la misma mentalidad con que lo haría un corregidor español del siglo XVIII.