Quisiéramos que fuera solo una pesadilla. Un temor infundado. Una fantasía. Una imaginación. Alguna manía, fobia o paranoia propia del oficio periodístico. Si fuera así, correríamos donde Juan Manuel y José a decirles que ya pueden respirar hondo, que ya pueden ejercer su libertad, que llegó el momento de descobijar su  insomnio, que en realidad era una percepción equivocada: ellos nunca estuvieron bajo la mirada oscura.

Quisiéramos que fuera tan solo una versión no confirmada en torno a cierto rumor creciente sobre revanchas sobredimensionadas, advertencias todopoderosas o ladridos de perros hambrientos que dan vueltas alrededor de sí mismos a la espera de sus presas.

Y entonces, desde la neurosis y el estrés, sería el pánico el que habría construido complejos laberintos con múltiples espejos de realidad deformada. Si fuera así, iríamos al encuentro de Juan Manuel y José y los cubriríamos con un largo abrazo que diluiría sus miedos. Y los nuestros. Y en medio del abrazo reiríamos tanto. En medio de la alegría nos sentiríamos más serenos y menos alarmados. En medio de la risa tendríamos la certeza de que se extinguió la angustia.

Quisiéramos que fueran, simplemente, cosas de la existencia diaria. Que a veces la vida nos trae un momento agridulce. Cierta mala racha. Una época de aquellas que parecen caer sobre nosotros, sobre cualquiera, para que no olvidemos nuestra condición de prescindibles, pasajeros, frágiles, terrenales.

Si fuera así, juntaríamos supersticiones y cábalas para realizar una ceremonia de abluciones. Un rito espiritual. Una limpieza del alma. Juan Manuel y José con sus ansiedades purificadas. Con sus dramas apaciguados. Juan Manuel y José y todos nosotros bajo un conjuro para despertar del mal sueño, para saber que, a pesar de todo, es posible vencer la desesperanza.

Quisiéramos que fuera así, pero Juan Manuel y José están más cerca de la pesadilla que del sueño apacible. Más cerca de lo visible que de las versiones no confirmadas. Más cerca de convertirse en objetivos de los poderes agazapados que de vivir una sencilla mala racha.

Como Juan Manuel y José, decenas, cientos de personas presienten, avizoran, prefiguran un país donde camina algo peor que el pesimismo: una maquinaria del dolor manipulada por fantasmas específicos. La maquinaria se filtra por las líneas telefónicas de manera anónima y tenebrosa, con voces desde las sombras.

Perpetra asaltos psicológicos a la más tierna intimidad. Amenaza las urgencias de los amores cotidianos. Acosa, multiplicada e incesante. Intenta apagar el pensamiento. Poderosa y avasallante frente a la ingenuidad, la inexperiencia, la pasión por el oficio y el compromiso por la sociedad, la maquinaria empieza a rodar.

En la cabina de mando, los fantasmas específicos inventan historias de aparecidos. De espíritus malignos. De transfiguraciones insospechadas. De delincuentes. Historias que tienden un velo sobre el objetivo de convertirnos en un enorme corral de silencios y mentiras.