A veces uno se va, queriendo quedarse. Se va porque sí, porque lo dicta la vida, porque donde no encuentras ni agua ni pan, debes alzar las alas como las golondrinas. A veces uno se va queriendo quedarse. Se va de la ciudad, del país, de la gente. Y, se va con la ciudad, con el país y con la gente, latiendo en el pecho como una secreta herida que sangra con el rasguño de una tonada antigua, con una voz trémula al otro lado del hilo, con un recuerdo familiar que explota de pronto, con el dolor de un trauma agazapado al borde de la cordura.
A veces uno se va arracimado en un barco al vaivén desquiciado de la incertidumbre o escondido en el vientre hermético de un avión o bajo la armadura de una visa que resplandece en la mano como un sol que lastima y un puñal que quema. A veces uno se va aunque el alma se queda y sigue solitaria recorriendo caminos, levantándose al alba, desayunando con los chicos, hablando largas horas con la madre, sorteando esas calles que huelen a infancia y mirando esos cielos que cubrieron tus noches. A veces uno se va y aún no termina de irse porque en brutal desafío recrea los espacios, los parques conocidos, los juegos familiares en lugares extraños y en condiciones adversas. En la multitud de caras busca los mismos rostros, ama los mismos sueños, reconstruye la vida con la intensidad obstinada de un rompecabezas, respira a través de e-mails hasta que en un momento la realidad aparece bajo el acoso inquisitivo de un policía que exige papeles para aceptar que existes, de leyes adversas teñidas de xenofobia, de costumbres extrañas y del mortal desarraigo; y tu forma de salvarte es adaptarte o morir antes que regresar con las manos vacías y la sonrisa triste del que no dio la talla.
A veces uno se va, queriendo quedarse y no hace nada más que repetir sus días, atesorar trabajos, no importa cuáles sean, con tal de enviar a los que quedan, a aquellos que te esperan, una remesa en tu nombre para que la silla ausente en el comedor familiar tenga sentido y presencia, para que tus hijos puedan estudiar aunque en la desintegración te invoquen, para que el espacio en el lecho conyugal sea menos frío y más de espera. A veces uno se va, estando presente. Y aunque esté muy lejos el país está allí, el país con sus sueños y con sus serpientes, el país con su tragedia de corrupción cotidiana, de impunidad monstruosa, el país que te espera con sus heridas abiertas, el país que con el susurro de sus alas te llama con los hilos invisibles del amor, con la triste dulzura de la nostalgia, porque allí dejaste el fuego del hogar, porque allí brotó tu infancia como una flor silvestre, porque allí se quedaron sepultados tus mejores recuerdos, los amigos de escuela, los amores primeros y los seres fantásticos que te nutren y habitan.
Y puede suceder y es más, siempre sucede, que en la madeja que hilvanas, que en los días que sufres surja la consolación de ir echando raíces, construyendo otros sueños aun en la dureza, atando nuevos vínculos con la majestad de la araña. Y que ese Adán o Eva que eres, expulsado de tu paraíso-infierno, ese huésped de paso, nostálgico y vagabundo, vaya haciendo de esa tierra extranjera, su tierra de adopción. Aunque en lo profundo de tu corazón nunca dejes de sentir que quema aquella melodía que a veces estalla en tu memoria: “Nunca podré morirme, mi corazón no lo tengo aquí”.






