Harry Callahan, el controvertido policía del cine de los setenta, tiene un imitador insigne en el Ecuador. Conocido como Harry, el Sucio, ese detective interpretado inmortalmente por Clint Eastwood, ese reacio y rudo personaje, debía su apodo a la característica principal de su trabajo: hacer la tarea más desagradable, menos limpia, contra el hampa. Pero, con el final y aparentemente loable propósito de defender a la sociedad. Una especie de superhéroe, de carne y hueso, plagado de defectos. De esos que disparan antes de averiguar. Que existen, luego piensan.

Su símil ecuatoriano se le parece solo parcialmente. Ha vestido anteriormente también uniforme, pero pese a que ahora lo ha cambiado por trajes y corbatas y ha ganado protagonismo, se siente más cómodo haciendo el trabajo sucio, el de Harry. Ambos difieren, sin embargo, en el propósito final de su actitud, pues mientras al de la pantalla grande los espectadores le perdonan todo exceso, por ser un paladín de la justicia; el de la república chica crispa los nervios y derrama la paciencia de quienes no entienden su particular manera de concebir lo bueno, lo malo y lo feo.

Pues, por suerte o desgracia, nuestro Harry, el Sucio criollo, ha decidido tomar como contrincante a Tony Ruttiman. Más conocido como Tony, el Suizo.

Aquel ciudadano extranjero que llegó al Ecuador allá por 1987, en difíciles momentos de temporales y fenómenos de El Niño, y que decidió hacer del Ecuador su segunda patria.

Y quizás lo único en común que tienen estos contrincantes es que hacen el trabajo sucio de los gobiernos. Por suerte con muy diversas concepciones. Mientras Harry, el Sucio criollo resguarda la basura mental y no tiene reparos en embarrar sus manos para defender las aspiraciones políticas populistas, propias y de sus superiores, Tony, el Suizo, decidió voluntariamente llegar hasta los sitios más enlodados y abandonados, allí donde no hay muchos votos que recoger, donde ha colocado puentes hechos con basura petrolera, que él transforma en materia viva, para aquellos ecuatorianos menos recordados.

Y la mayor diferencia entre ambos es quizás que, mientras el primero da hasta el mínimo paso calculando el futuro, pensando cuántos réditos políticos pueden darle los tubos viejos y los letreros verdes; el segundo conoce sin duda mejor que cualquier gobernante los sitios más apartados del país, hasta donde ha llegado con tubos viejos a devolver esperanzas, sin colocar luces ni reflectores y con el único reconocimiento de verdad válido: el que espontáneamente le proporciona la ciudadanía, que masivamente se ha volcado a defender su trabajo.

¿Hay pesos parejos entre estos dos contrincantes? Definitivamente no. Porque si el primero hace gala de un poder circunstancial, y de ansias populistas que paradójicamente no le garantizan futuro político alguno, el segundo, en cambio, tiene a su favor un gran y bien ganado prestigio, y el empuje de esos cientos, miles de ecuatorianos que estaban semiabandonados y que renacieron gracias al puentero.