Cuando alguien tiembla al oír el ladrido feroz de un perro o al ver la silueta amenazadora de un perchero en la penumbra del dormitorio le decimos: “no seas niño”. Uno de los datos definitorios de la infancia es el miedo espontáneo e incontrolable: constituye su tortura específica pero también, quizá, su secreta delicia. Y hasta es probable que nuestra nostalgia de aquellos primeros años oficialmente inocentes se alimente del recuerdo apenas confesable de ciertos escalofríos...
Es niño por excelencia el que no sabe lo que va a pasar, el que no está familiarizado aún con las rutinas de la realidad (lo “posible” y lo “probable”), el que admite sin escándalo –pero no sin sobresalto– que ocurra cualquier cosa. El niño tiembla ante lo desconocido, de espanto cuando imagina terrores inconcretos pero también de gozo porque todo es aún prodigioso y nuevo. Por eso entra en el mundo como en un cuarto oscuro, suponiéndolo enorme y pavoroso. Después, poco a poco, se van encendiendo las luces hasta que puede ver que la habitación es razonablemente pequeña, vulgar y bastante sucia. A esa revelación tendrá que resignarse a llamarla madurez. Quizá más tarde, si tiene suerte y los años le van empujando hacia la lucidez, acabará por descubrir que la tiniebla no se ha disipado, que le acecha cada vez más cerca y que el pavor infantil acertó en su diagnóstico. Este miedo sobrevenido contradice la madurez obligatoria del adulto y le socava sin hacerle disfrutar: las personas mayores ya no sabemos jugar con nuestro miedo, como hicimos de niños. Por eso añoramos los escalofríos de la inocencia al sentir los del conocimiento...
Los niños juegan al escondite con el pánico con la misma seriedad jubilosa con que corretean por el parque. Les encandilan los cuentos espeluznantes y la casa embrujada de la feria porque forman parte de su entrenamiento para sobrevivir en el universo amenazador.
Antes de saber qué va a pasar tenemos que aprender a soportar el miedo de no saber lo que va a pasar: y la mejor preparación para sobrellevar sin achantarse el monstruo posible es imaginar que ya ha llegado y corre tras de nosotros con zarpas afiladas. Las brujas y los ogros de antaño, las malévolas criaturas que nunca faltan en las películas de Walt Disney, los vampiros, los licántropos y zombies, el tierno Frankenstein y el achicharrado Freddy Kruger, las fauces del tiburón blanco y los tentáculos del pulpo gigante, la criatura que gruñe chirría en el fondo del armario ropero cuya puerta mamá dejó entreabierta descuidadamente al salir del dormitorio apagando la luz... son sencillamente ensayos. Gracias al desafío de esas pesadillas grotescamente explícitas el pequeño recluta adquiere ánimo para afrontar las otras, las que aún no distingue y ya teme, las que llegarán mañana envueltas en las pompas menos románticas de horarios de oficina, consultas en el hospital o bombardeos supuestamente inteligentes. La niñez puede permitirse ese duro adiestramiento porque es impresionable pero se mantiene invulnerable todavía ante la peor de las amenazas: la desesperanza.
Los adultos sentimos añoranza de aquellos terrores iniciáticos mientras nos vemos acosados por otros menos controlables y mucho menos deliciosos. Y muchas veces los grandes prebostes que rigen nuestros destinos se encargan de aniñarnos con fantasmas imaginarios –en los que, por fidelidad al pasado, quisiéramos creer– para que no miremos cara a cara los auténticos males que trastornan nuestra convivencia: la ambición, el hambre, la injusticia y la prepotencia. Pretenden que seamos como pequeñuelos que aún no saben lo que pasa ni lo que puede pasar y buscan en el regazo de los papás tonantes refugio contra espectros y dragones. Ah, no, no lo consintamos: por fidelidad al niño que un día cerró los ojos con escalofrío para aprender mejor a mirar lo insoportable, debemos abrir bien los nuestros y plantar cara a las monstruosidades que quieren vendernos como efectos colaterales de la civilización necesaria pero nunca necesariamente impía.
Aprendamos a coser los desgarrones del presente con la aguja de plata del sastrecillo valiente...