No hay vergüenza en serlo. Más aún, me agradaría recibir cada mes unos diez mil dólares. Me dedicaría a escribir. Es más importante, sin embargo, disfrutar del trabajo libremente escogido que acumular billetes. Conozco millonarios infelices, personas  humildes dueñas de una razonable dicha. La actitud de la gente frente al dinero resulta esencial. Los nuevos ricos se vuelven dominantes, prepotentes, lo que constituye un mecanismo de defensa: saben que sin su dinero, ya no son nada. No ser más que rico ha de ser deprimente.

Quienes conservan la sencillez, no hacen alarde de sus bienes, guardan conciencia social, son personas agradables, sensatas, de generosidad discreta, con las que resulta interesante conversar. Por ello es saludable ir muy de repente a una de estas  reuniones donde abundan joyas, vestidos de alta costura, conversaciones de toda índole. Se capta de inmediato el grado de prepotencia de un invitado. Basta ver cómo mira, o no mira, a los demás. Mil veces imagino que se va la luz, y al volver la energía, todo el mundo se halla desnudo, copa en mano. ¡Adiós Gucci, Dior, Jordan!... solo queda lo que uno es de verdad. Ya no más ínfulas. Es como si retrocediera el tiempo. Si ello sucediera, huiría hacia el baño, más por dignidad que vergüenza, para ocultar opíparas llantas, lastimera gordura, cicatrices de operaciones. Somos lo que fuimos al nacer, lo que seremos después del último suspiro. Lo demás es relleno dentro del paréntesis. La fortuna es caprichosa. El millonario arruinado, el político exiliado, el banquero preso, conservan los pocos amigos que importan.

Para el rico ha de ser difícil intuir quién es leal, quién busca la sombra de la opulencia. Un pobre no es bueno por ley ni un rico malo por obligación. Lo importante es la forma como miramos a la gente, como la gente nos observa. Quien cree ser superior, por el intelecto, la cuenta bancaria, el apellido, la religión, la marca del coche, está recién aprendiendo a vivir o padece sentimientos de inferioridad. Lo que nos distingue es la bondad que anhelamos cultivar. El dinero provoca odio, envidia, peleas alrededor de la herencia, suicidios después de la quiebra.

Toda persona que trate con displicencia, despotismo, a empleadas de casa, vendedores callejeros, basureros del amanecer, es digna de lástima. “La cultura es lo que queda cuando ya lo hemos olvidado todo”. Jesús era hijo de un carpintero. No creo que le impresionen demostraciones de poder, perecederas pertenencias. Desnudos llegamos, desnudos nos vamos. El tiempo se encarga de desvestirnos. Quedan solamente huesos dentro de la caja destartalada. Entonces ¿para qué la arrogancia? Sentados en el inodoro, somos lo que somos cuando nadie nos observa. Lo demás es ardid infantil para impresionar, presumir. Cuando encuentro, en reuniones, personas adineradas conscientes, sencillas, cultas, inteligentes, me siento algo reconciliado con la caprichosa fortuna. Sea ministro, rey, millonario, paria, vagabundo, sigue el ser humano con sus desechos, bajando la válvula después de procesar sus ínfulas. La privacidad permite ocultar aquella realidad. La Reina Madre también tiene cólicos, trastornos intestinales, aunque tenga calzonarias de seda.