Se habla menos de la “Iglesia de los pobres” y de la “opción por los pobres”. ¿Se ha superado una moda? Juan Pablo II, dando a esta opción los calificativos de “no exclusiva ni excluyente”, ratificó el valor permanente de estas expresiones. Más que de una opción, se trata de una actitud inmutable de Dios: la gratuidad. La vida divina es tan superior a todo, que no hay grandeza humana que la pueda merecer; es dada gratuitamente; es tan gratuita que este adjetivo se sustantiviza y llama “gracia” a la vida divina comunicada. Dios da, se da, sin que nos lo merezcamos; espera únicamente que nos abramos a recibir el don.

La Biblia distingue dos pobrezas, de acuerdo a sus causas. Una pobreza es consecuencia de la pereza, madre de todos los vicios (Prov. 6,6-11). Esta pobreza no solo no es alabada, es castigada, al punto que Pablo sentencia: “El que no quiera trabajar que no coma” (2 Tesalon. 3,11). Otra pobreza es frecuentemente consecuencia de la opresión, de la injusticia (Job 24,2-12), de fraudes (Amos, 8,5), de acaparamiento (Miqueas 2,2), de abuso del poder y de perversión de la justicia (Jeremías, 13). Esta pobreza limita la libertad, dificulta la apertura.

Léon-Dufour en su Vocabulario de teología bíblica deja en claro que no se puede espiritualizar la palabra pobreza al punto de excluir de su contenido la carencia de bienes materiales, pero tampoco se la puede reducir a esta carencia; por eso la Palabra de Dios identifica al pobre con el humilde (Salmo 10,17), con el que reconoce necesitar a Dios y a los otros.

El valor de la pobreza no está en la carencia de bienes, sino en la mayor disponibilidad del pobre a abrirse a Dios y al hombre. La carencia de bienes es en sí misma un mal. La distinción de la pobreza en sus causas nos permite descubrir que el rico no es malo por el mero hecho de ser rico, ni el pobre es bueno por el solo hecho de carecer de bienes materiales.

El rico es propenso a hacerse un becerro de oro, a confiar en su riqueza, a llenarse de sí mismo, y a cerrarse a Dios y a los demás. En esta propensión radica la dificultad de ser salvado. La pobreza material es buena en la medida en que es signo y medio de desasimiento interior. Dios se identifica como defensor de los oprimidos, de los empobrecidos, porque quiere una aceptación libre de su don gratuito.

Por un lado la salvación, entendida como participación de la vida de Dios, no viene del pueblo; pues, ni juntos, los humanos de todos los pueblos y de todos los tiempos pueden darse esta salvación. Por otro lado, Dios salva desde abajo, desde la pequeñez, desde la pobreza: Jesús, para salvarnos, “a pesar de su condición divina... se despojó de su rango... se abajó” (Filipenses 2).

Jesús es el método de Dios; no es moda; pierde actualidad.