Cruzas la calle del brazo de tu madre y, ya en la acera, volteas para despedirte otra vez con un gesto de la mano. Estás orgulloso de ser alumno de cuarto grado. Se te nota en la mirada, en la sonrisa, en la prisa con que corres entre el tropel de niños que avanzan hacia el portón de la escuela.
Es el primer día de clases y solo llevas un cuaderno de borrador y un lápiz en la mochila. Porque para eso es el primer día: para conocer a los nuevos profesores, saludar a los que ya conoces, y jugar y charlar con los amigos a los que no has visto durante meses. Ya habrá tiempo luego para las tablas de multiplicar, las tildes y los acentos, los interminables deberes, las aburridas ceremonias, los sustos en los exámenes.
Mientras te miro, me acuerdo que la otra noche yo conducía hacia un centro comercial donde iba a buscar una abrazadera que necesito para un arreglo en la casa. No podría decir que llovía, pero caían gotas bastante gruesas cuando tuve que detenerme ante un semáforo a pocas cuadras de la iglesia de La Merced.
Mal genio por mi convicción de que esta vez tampoco encontraría la maldita abrazadera, no quise voltear a ver a otro niño guiñapiento y de ojos saltones que algo quería venderme. La cara sucia, la oscuridad de la noche, la lluvia o la garúa (como hubiese que llamarla), todo parecía decirme que siguiese así, con el vidrio arriba y cómodamente encerrado.
Pero el semáforo no cambiaba y el muchacho impertinente comenzó a golpear la ventana; así que bajé el vidrio y rebusqué una moneda, creyendo que allí acabaría todo. Pero no fue así:
-Tu hijo podría estar aquí.
Me lo dijo sin rabia ni tristeza, sin ningún acento en la voz. Como pagándome la moneda que le había entregado. Como cumpliendo una obligación comercial, un contrato. Quizás alguien le enseñó esas palabras para que las utilizase como frase de efecto al extender su mano de uñas mugrientas. O quizás fue espontáneo y natural. Nunca lo sabré.
Despeinado, mocoso, todavía polvoriento –aunque recuerdo que la lluvia comenzaba a trazar líneas gruesas por todo su cuerpo–, se alejó gesticulando algo más que no entendí.
Entonces el semáforo cambió y el tráfico volvió a avanzar.
Alumno de cuarto grado, quizás sea demasiado temprano para explicarte cómo es la vida en realidad. Quizás sea muy pronto para decirte que hay también alumnos de la calle, obligados a dar clases de filosofía a reticentes como yo.
Para que llegues donde estás, hubo que hacer algunos sacrificios. Para que tú no seas él, hubo que privarse de esto y de aquello, y seguramente habrá que esperar por lo de más allá. Pero qué importa. ¿Acaso no lo valen esa sonrisa tuya, despidiéndote desde la otra acera mientras tironeas a tu madre?