La quema del año viejo es una tradición antigua. Al continente llegó con los españoles. Historiadores atribuyen a los conquistadores el rito de la quema del judío, simbolizado en un muñeco considerado por los cristianos como culpable de la crucifixión de Jesucristo. La tradición se instaló en 1842 en Guayaquil durante la epidemia de fiebre amarilla, según las Crónicas del Guayaquil antiguo de Modesto Chávez Franco.
Las prendas de las víctimas de la epidemia se quemaban en las calles como una forma de protegerse de la enfermedad. Por décadas ha ido evolucionando como una expresión cultural ecuatoriana.
Así como se inició para la protección de la fiebre amarilla, hoy se debe pensar a una evolución para proteger el planeta en su conjunto. La quema genera daños, es un riesgo para humanos y animales y afecta el medioambiente.
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No solo se trata de quemar papel, aserrín, madera u otros componentes del monigote sino también de la peligrosa pirotecnia, que mal elaborada es una amenaza y de cualquier manera genera estrés en niños, ancianos y mascotas.
La figura de Daniel Noboa se impone entre los monigotes en venta en Guayaquil y Quito
Los bienes públicos también se ven afectados y por ello hay reglas. El 26 de diciembre el cabildo de Guayaquil recordó que solo se podrán quemar años viejos en terrenos vacíos, calles rellenas o pavimentadas de hormigón.
Los ciudadanos son corresponsables de los bienes públicos, se dijo. En calles o vías pavimentadas con asfalto, en zonas regeneradas con adoquines o en carriles exclusivos de la Metrovía está prohibida la quema.
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El artículo 427 del Código Orgánico de Organización Territorial, Autonomía y Descentralización (Cootad) sanciona con hasta 100 salarios básicos unificados a quienes destruyan bienes públicos y encender monigotes provoca afectaciones.
Además de las campañas de concienciación de los Cuerpos de Bomberos, hay una oportunidad para que autoridades locales impulsen la evolución de una costumbre que genera diversión, pero cada año también deja mucho dolor y daños. (O)