A medida que se acerca el día de votar a favor o en contra de que se convoque a una asamblea constituyente, crecen las especulaciones sobre la oportunidad o no de dicha convocatoria y los riesgos que ella implica. ¿Es este momento adecuado para someter al país a un proceso constituyente? ¿Será la constituyente un simple camino para que el actual presidente asuma poderes ilimitados? ¿Qué es lo que guía al Gobierno, cambiar la Constitución o consolidarse en el poder? ¿Votar en favor de la constituyente es votar en favor de Noboa, y votar en contra es un voto de reproche a él y sus políticas? ¿De qué sirve cambiar de Constitución si los políticos no cambian? Y así por el estilo. Y mientras dilucidamos y debatimos sobre estos asuntos, lo cierto es que el tiempo avanza, los días pasan y a la vuelta de poco los ecuatorianos nos veremos una vez más con una papeleta en frente a nosotros y con una decisión que adoptar.
Todas esas preguntas y dudas, y en otras que seguramente existen o irán surgiendo, son legítimas; algunas muy ciertas, otras menos, unas muy complejas, otras menos. No es fácil definir, por ejemplo, cuándo es ese momento ideal para reemplazar a la actual Constitución por una nueva. Creer que existen momentos ideales para una decisión como la que podríamos tomar, esto es, un cambio en la estructura constitucional es un error, y más que un error es una ingenuidad. Los tiempos se dan cuando un cúmulo de circunstancias se entrecruzan, y no cuando ellos cumplen ciertas condiciones previstas en algún manual de ciencia política. Desde mucho tiempo atrás vienen voces de todos los rincones del país reclamando por abandonar el marco constitucional creado por Correa y su pandilla allá en 2008. Algunos nos opusimos desde el día uno a tan absurdo experimento, no nos cansamos de denunciar sus graves errores y no dejamos de indicar los perniciosos efectos que iba a generar. Los autores intelectuales de ese documento se jactaron en su momento que su texto había tenido como guía, y en algunos puntos era copia exacta de la constitución de Chávez en Venezuela. ¡Vaya modelo que tuvieron! Creer que debemos sentarnos simplemente a esperar que se den las condiciones ideales para enterrar la actual Constitución y adoptar una nueva es una invitación al inmovilismo. Siempre se dirá que aún no ha llegado ese momento perfecto. Especular que la constituyente es una suerte de trampa del actual Gobierno lleva a lo mismo. A no hacer nada. A dejar las cosas como están. Una suerte de resignación; por el simple temor de lo que podría suceder, seguimos condenando al país a mantener uno de los más importantes obstáculos para su desarrollo económico y político. Claro que una nueva Constitución no es la panacea para vencer todos nuestros males, pero tampoco podríamos decir que es irrelevante cuál es nuestra estructura constitucional.
Podemos debatir sobre qué es lo que debemos cambiar, sobre lo que debemos mejorar, lo que debemos aclarar o inclusive lo que debemos mantener. Sin embargo, si hay algo en que deberíamos coincidir es en lo que no queremos. No queremos una Constitución que facilite el tipo de política que hemos tenido en el pasado, que premie la corrupción y la tiranía, y que aniquile a aquellos que creen en la democracia. El resto ya lo veremos. (O)










