Tan grave como la pandemia de la COVID-19 es la amenaza mundial que representa la posibilidad de padecer la enfermedad de Alzheimer a medida que envejecemos. Si bien es cierto que no es mortal, la enfermedad del olvido resulta ser muy dolorosa al hacernos perder nuestra propia identidad y sumergirnos en un estado de confusión e irracionalidad. Quienes han tenido la oportunidad de ver la película El padre habrán constatado el drama que significa para el paciente y su familia internarse en el laberinto de ideas desordenadas y desorientadas que la enfermedad provoca, conduciendo –a quien la padece– a la soledad del aislamiento social.

La investigación científica respecto de su origen y posibles tratamientos se ha mantenido activa por décadas. Hasta el momento no hay tratamientos que curen la enfermedad o modifiquen significativamente su curso progresivo. La medicación con la que contamos actualmente produce cierto alivio de los síntomas y permite conservar en el paciente, por algún tiempo, cierto grado de autonomía en tareas elementales de la vida diaria. No obstante, la enfermedad seguirá su curso y finalmente incapacitará al paciente física y mentalmente, hasta la total indefensión y dependencia familiar.

La gran mayoría de las investigaciones, hasta ahora, se han centrado en tratar de modificar el efecto que produce el depósito anormal –en el cerebro– de una sustancia llamada beta amiloide, que, aunque puede estar presente durante el envejecimiento, en el caso del alzhéimer se acumula en placas e interfiere en la transmisión de información de las neuronas encargadas de nuestro intelecto. Por otro lado, las células se destruyen y el cerebro termina atrofiándose. Qué provoca el inicio de este proceso anormal de destrucción celular es lo que aún no se ha definido, y se barajan múltiples mecanismos que van desde la genética hasta estímulos inflamatorios e infecciosos. No es solamente la acumulación de amiloide.

En junio de 2021 la FDA aprobó –de manera controversial y no unánime– un nuevo fármaco llamado Aducanumab, dirigido a “modificar el curso de la enfermedad de Alzheimer”. Este anuncio llega casi dos décadas después de la aprobación de los últimos fármacos y por supuesto llenó de esperanza a la población que padece por la enfermedad. Los primeros ensayos clínicos, en 2019, habían sido suspendidos por falta de efecto significativo. Posteriormente, se revén y se reconsideran nuevos resultados, concluyendo que el fármaco reduce las placas amiloides y, entonces, se logra su aprobación terapéutica.

Pocos días después de la aprobación, tres científicos del comité consultivo de la FDA renunciaron por no estar de acuerdo. Varios son los reparos: la evidencia de que el fármaco funcione no es fuerte ni convincente; solamente funcionaría en estadios tempranos de la enfermedad, cerciorándose previamente por otros exámenes de que efectivamente hay depósito anormal amiloide en el cerebro; al representar un gasto aproximado de 56 mil dólares anuales por cada paciente, no es un fármaco costo-efectivo; y no está exento de efectos colaterales, pues podría ocurrir inflamación y sangrado en el cerebro.

La aprobación controversial de este fármaco deja más dudas que certezas y un mal sabor en cuanto a los intereses económicos que prevalecen sobre el bienestar humano. (O)