Quienes sostienen que en la política no hay sorpresas basan su afirmación en el reconocimiento de que en ella todo es posible porque se mueve por intereses y no por ideales. Así es en gran medida, pero hay hechos que sobrepasan esa visión creada por el pragmatismo y dejan pasmada a la gente de a pie. Es lo que sucedió la semana pasada, cuando casi al mismo tiempo el Gobierno norteamericano y una enorme mayoría de asambleístas ecuatorianos transitaron, cada uno por su lado y a su ritmo, por el camino de lo imposible.

Después de forcejear varias semanas, el pleno de la Asamblea Nacional pudo reunirse y, en una sesión maratónica, aprobó una amnistía para 268 personas. Aunque allí estaban mezclados delitos de todos los colores, nadie mocionó que se los tratara de manera diferenciada, mucho menos que se lo hiciera uno por uno. Era lo que correspondía a un acto jurídico que tiene por objeto borrar el delito, dejarlo en el olvido, decretar la amnesia colectiva. Pero eso no les preocupó a los 99 asambleístas que aprobaron el paquete. No sorprende que la mayoría de esos votos –que equivalen a casi tres cuartos de los integrantes del legislativo– correspondan a las bancadas de Pachakutik y del correísmo, ya que la amnistía beneficia a los suyos. Por eso la propusieron y por lo mismo forzaron la votación en bulto. Pero sí llama la atención la votación de 13 gobiernistas y la abstención de 16 legisladores de diversos bloques. Ahí es en donde está la sorpresa.

El antecedente es que hasta el día de la sesión se hablaba de la configuración de una mayoría que lograría, en una rápida sucesión de actos, destituir a las autoridades de la Asamblea, derogar la ley tributaria (aprobada gracias al inconfesable acuerdo), negar la ley de productividad, aprobar la amnistía y dejar lista la artillería para la descarga sobre el Gobierno. Sin embargo, los pasos no fueron al ritmo esperado porque les faltó un voto para comenzar la destitución de las autoridades legislativas y con ello el orden se invirtió. La amnistía pasó al primer lugar, lo que hizo visibles las cartas ocultas, desmoronó el juego y pasó la posta de la sorpresa a quienes creían que lo tenían todo bien atado. Incansables como son, ahora estarán barajando nuevamente.

Por su parte, el Gobierno norteamericano dio su propia sorpresa cuando envió una misión de alto nivel a dialogar con Nicolás Maduro, a quien hasta pocas horas antes calificaba de dictador y desconocía como presidente de Venezuela. El inminente cierre de la importación de petróleo ruso le llevó a poner la mira en las reservas venezolanas, aunque con ello retirara de facto el apoyo a Juan Guaidó. La visión generalizada en los medios ha sido que, en claro ejercicio de realpolitik, Joe Biden cambió a un dictador por otro. No es aventurado suponer que alguien en su entorno habrá recordado la frase que se le atribuye a Franklin Roosevelt con respecto a un dictador centroamericano: “Somoza may be a son of a bitch, but he’s our son of a bitch”. En fin, en todo lugar la política da sorpresas y en todo lugar se puede repetir la famosa y seguramente apócrifa frase. (O)