Puedo verla sonriendo y erguida en la pantalla de mi celular. Tiene la mano derecha sobre el pecho y recita con convicción: “One Nation under God, indivisible, with liberty and justice for all”. Lunga-La-Emilunga, mi sobrina de 5 años, jura lealtad a la bandera de los Estados Unidos en un kindergarten de Florida. Sus padres, como otros cientos de miles, son migrantes ecuatorianos. Pero ella y su hermanito Loco-Leo se sienten más estadounidenses que el águila calva.
Estados Unidos se construyó sobre la idea de E pluribus unum: de muchos, uno. Una sola nación formada por gente diversa. Al Nuevo Mundo podían venir las personas que buscaban una nueva patria porque no encontraron oportunidades en sus países de origen. Esa tierra los acogía con los brazos abiertos, y sus instituciones hacían posible que personas de diferentes razas, con distintos idiomas y religiones, pudieran convivir y perseguir el sueño americano. El Estado garantizaba la aplicación de las mismas leyes para todos y la sociedad americana la tolerancia.
Dejando de lado por un momento las políticas migratorias de Trump, la idea con la que se construyeron los Estados Unidos es lo que hoy llamamos pluralismo: una sociedad abierta que hace posible la vida en comunidad de quienes son distintos. El pluralismo afirma la diversidad y el disenso como valores que enriquecen al individuo y a la colectividad.
Para que el pluralismo funcione, se necesitan tres condiciones. La primera es que todas las personas sean consideradas ciudadanas; es decir, seres con derechos a quienes la ley se aplica por igual. La segunda es que exista un consenso básico sobre cómo dirimir los conflictos que puedan surgir entre las personas: a nivel político, ese consenso ha sido la democracia. Y la tercera es la tolerancia, entendida como la convicción de que debe respetarse a quien no piensa como uno.
La plurinacionalidad no solo no es la continuación del pluralismo, sino que constituye su negación. Plurinacionalidad y pluralismo son términos antitéticos que se destruyen mutuamente.
La plurinacionalidad —al menos en la versión que propone la Conaie— se funda en un resentimiento cultural que erosiona la convivencia pacífica entre quienes no son iguales. Para empezar, plantea la destrucción del concepto de ciudadanía. La plurinacionalidad sostiene la tesis de que deben existir distintas leyes para cada nacionalidad. No se trata de una ley y una justicia para todos, sino de leyes y justicias indígenas para cada nación. En segundo lugar, rechaza los consensos más básicos. La plurinacionalidad no reconoce un sistema común para resolver conflictos. La plurinacionalidad desconoce el principio democrático para sostener que las decisiones deben tomarse por la fuerza. Y, finalmente, la intolerancia. La plurinacionalidad concibe naciones soberanas que no tienen por qué respetar las ideas de las demás.
Lo que defiende el plurinacionalismo de la Conaie es el E pluribus disiunctio: de muchos, el desmembramiento. El plurinacionalismo fábrica y multiplica diferencias, aísla identidades y las encierra en sí mismas. El proyecto plurinacional solo puede terminar en un sistema de tribus y en la destrucción del Ecuador. (O)