Luego del enfrentamiento que tuvo el señor Donald Trump, en el Caribe, con el señor Nicolás Maduro, ha añadido otro, esta vez, con el señor Gustavo Petro, y no solo en el Caribe, en el Atlántico, sino, también, en el Pacífico, ambos por el mismo plan de Estados Unidos de perseguir, hundir, pequeñas embarcaciones de pescadores, liquidando a sus ocupantes, con una poderosa flota de navíos de guerra, usando misiles de gran potencia, en aguas internacionales, alegando que son traficantes de droga. Por la protesta del presidente de Colombia, señor Petro, el presidente Trump lo ha acusado de cosas graves, no probadas, inclusive de líder del tráfico de droga. La reputada publicación The Economist niega que esto sea verdad, en un artículo titulado Guerra de palabras, de 25 de octubre último, en el que indica, además, que los Estados Unidos ha bombardeado al menos nueve pequeños botes venezolanos y ahora colombianos, matando no menos de 37 personas. El señor Trump prometió terminar toda ayuda a Colombia, imponer tarifas a sus exportaciones a Estados Unidos y tomar acciones militares contra las plantaciones colombianas de hojas de coca. Hay que recordar que Colombia ha sido el mayor cooperante con EE. UU. en la lucha contra las drogas. Puede ser que la firme actitud del presidente Petro ante el estadounidense Donald Trump lo favorezca en su lucha electoral contra la derecha.
Este enfrentamiento de Colombia con Estados Unidos agrava las tensiones de orden regional, aumentadas por el despliegue de una poderosa flota naval de Estados Unidos en el Caribe, que amenaza a Venezuela. Se teme que esta actitud del gobierno del señor Trump signifique una política intervencionista en América Latina. En apoyo a Venezuela, inclusive militarmente, se han pronunciado otras grandes potencias de Europa y Asia, como Rusia y China, lo que hace peligrar la paz de la región.
El Gobierno del Ecuador debería revisar su inclinación a recibir en su suelo bases militares, o de otro orden, de los Estados Unidos o de cualquiera otra potencia. Se ganaría muy poco, y se arriesgaría mucho, al comprometernos en las políticas belicistas internacionales de los Estados Unidos, que, ciertamente, no nos serían informadas, peor consultadas. Si cediésemos tales bases, tal vez nunca nos serían reintegradas. Cuando los Estados Unidos tomaron posesión de Salinas y las Galápagos –después del ataque japonés en Pearl Harbor, y la declaratoria de guerra de la Alemania nazi–, para proteger, especialmente, el canal de Panamá, hubo renuencia a devolvernos esas bases militares.
Velasco Ibarra tuvo que reclamarlas, enérgicamente, en 1946, un año después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Antes de irse, Estados Unidos destruyó sus aeropuertos y otras instalaciones, y lo que no pudieron llevarse, lo echaron al mar. El daño ecológico fue muy grave, y no deberíamos repetir tan funesta experiencia.
La presencia de Estados Unidos en la base de Manta no fue ni grata ni útil; los índices de criminalidad no bajaron, más bien, subieron, y bajaron cuando cesó tal presencia. Supuestamente hubo acusaciones de faltas contra el pudor de chicas por parte de los soldados. (O)