La pregunta sobre el orden político ideal siempre está presente, pero hay momentos en que se traslada desde la especulación filosófica para materializarse como responsabilidad de las personas de carne y hueso. Uno de esos momentos se configura cuando una sociedad debe escoger entre opciones que plantean modelos radicalmente diferentes. Es lo que ocurrirá en la próxima elección. Ese día, además de escoger a la persona que ocupará la Presidencia, deberemos asumir la responsabilidad de definir el tipo de orden político en el que queremos vivir. Es así porque entre las propuestas de los dos candidatos hay un abismo ancho y profundo, no solo en cuanto a las respectivas ideologías, sino fundamentalmente por sus concepciones de democracia, Estado de derecho y ciudadanía.

En el tema ideológico, las diferencias se presentan en dos dimensiones. La primera es la económica, donde la disyuntiva se plantea entre mayor intervención estatal o mayor libertad de mercado. Pero ese es un asunto que no toca los temas de fondo de la convivencia social, ya que el modelo económico puede convivir con cualquier orden político (a menos que para implantarlo y mantenerlo se acuda a una de las formas de totalitarismo).

La segunda dimensión es la de los valores, que —esta sí— toca directamente a los acuerdos básicos necesarios para vivir en sociedad. En este plano, hasta hace poco no se notaban las diferencias entre Guillermo Lasso y Rafael Correa (o Andrés Arauz, que es el nombre con el que se presenta ahora como antes lo hizo con Lenín Moreno). Ambos, Correa y Lasso, competían en el grado de conservadurismo, pero las muestras de apertura de este último a las libertades le dejan a su competidor como único ocupante de ese espacio. Ese cambio puede significar que Lasso ha comprendido que el liberalismo es antes que nada social y político, y solo secundariamente económico.

No es un cambio menor, ya que entra de lleno en el terreno de las bases para la convivencia social. La vigencia de los derechos y las libertades, con su constante ampliación y profundización, va de la mano con las condiciones materiales de vida de las personas. Por una pesada herencia histórica —que comenzó con Lenin, se profundizó hasta la brutalidad con Stalin y se mantuvo en todas las experiencias del socialismo real—, las izquierdas han establecido una ruptura entre libertad e igualdad. En su mayoría, tomaron como profesión de fe el divorcio entre ambas.

Esa herencia fue la única característica izquierdista del decenio correísta. En nombre de una supuesta igualdad se instauró un régimen verticalista y de vocación autoritaria. Ni el caudillo ni sus seguidores se enteraron de las propuestas que buscan superar la dicotomía libertad-igualdad. Habrían hecho bien en leer a la izquierdista Chantal Mouffe, referente de la democracia radical, cuando describe el orden político ideal: “Estar asociados en función del reconocimiento de principios democráticos liberales, este es el significado de ciudadanía que yo quisiera proponer”. No, eso no va con ellos. Ahora, para la segunda vuelta, necesitan aparecer como conciliadores, lo que exige esconder la figura del caudillo. Pero en cada entrevista él rompe el libreto y anuncia que, recargado con venganza, nuevamente se viene el orden político que implantó. ¿Lo queremos otra vez? (O)