Mucho ruido. La televisión, teléfonos celulares que, así como se han convertido en una extensión de nuestras manos, a muchos los ha convertido en cautivos de un placer infecundo y falso, que promocionan figuras públicas quienes convocan a un culto a la personalidad y estilo de vida deslumbrante en el que se obligan a sepultar su propio yo. El diálogo humano perdió cupo en las agendas personales, espacios para charlar, descubrir lo que somos y qué queremos hacer, parece no tener poder de convocatoria. Palabras como dicha y realización personal quedaron en páginas que se pasan sin leer.
Mucha violencia, como la de las adolescentes golpeándose de tal manera que debió significar una alerta social suficiente para generar una reflexión comunitaria en lo familiar y educativo, sin embargo, aquellas imágenes en las que un par de imberbes se estropeaban salvajemente, solo generó un asombro fugaz, propio de una sociedad que ha normalizado la malevolencia. Tan normalizada está que mucha gente cree que la muerte o cualquier forma de exterminio es lo que se necesita para el orden anhelado. Tampoco importa ya advertir que la violencia no acaba con la violencia, menos si la persona que tiene el poder de hacerlo es acreedora de nuestra simpatía. Y desde el poder sigue reinando la dinámica en la que la difusión de rumores, mentiras y manipulación de fuerzas es lo que sostiene los privilegios de los cortesanos contemporáneos.
Mucho miedo. Locales comerciales cerrados, calles que antes eran centro de distracción y entretenimiento, hoy lucen abandonadas al igual que cientos de negocios quebrados, gente que huye por las extorsiones y gente buena que teme a los organismos de control porque ya se sabe que jueces, fiscales, policías y servidores públicos en general sirven a grupos de delincuencia organizada o algún político que se embriaga con venganzas personales. Nunca falta un sirviente que ofrezca a los tiranos la cabeza de un inocente para ser mirado por el poder.
Muchas voces. Opiniones varias, argumentaciones lógicas de todo tipo que justifican lo que pasa, lo que se hace y se deja de hacer. Inteligentes, tontas y hasta ridículas, pero todas ellas son opiniones que nacen del derecho a expresarse. Pero todos quieren ser escuchados a la vez, y nadie escucha, porque urge hablar, decir, reclamar fuerte y duro.
Se percibe dolor, del que nadie quiere hablar, porque se teme o porque no estamos acostumbrados a hablar de los que nos lastima. ¿Quién se atreve a decir que batalla diariamente para que la desesperanza no lo devore? ¿Quién muestra angustia ante una sociedad en la que ser exitoso es sinónimo de tenerlo todo? ¿Quién se atreve a decir que no es feliz en un mundo que brilla?
Nos hace falta silencio, no quedarnos mudos, eso es otra cosa y es peligroso. Nos hace falta humildad, virtud en exterminio, para escucharnos, para mirarnos con atención y reconocer en qué lugar de nuestra historia el ego nos secuestró como país, y dimos la espalda a la opción de ser grandes triunfadores, libres y dignos, en un mundo que nos prestaron para cuidarlo y hermanarnos. Pero eso es cursilería caduca para varios, ¿verdad? (O)