En estos tiempos en que los valores de antaño han prescrito, empezar desde el juicio es vivir al revés, o acaso de cabeza. Recuerda al destino del soldado que lucha en las trincheras; juzgar si algo es bueno o malo es un detalle estético, sin valor táctico alguno. Enfoquemos los ojos. Vivimos en un Estado vasallo de intereses mundiales, multinacionales y transnacionales. Estatalmente, se organiza bajo la figura del hacendado, que se observa desde el “jefe del hogar” hasta el populismo penal que hoy rige. Aun el violento oleaje del crimen organizado es una expresión de ello. La ideología del progreso aquí solo sirve para solapar la explotación.
Son épocas paradójicas. Al mismo tiempo que atestiguamos la globalización técnica, con promesas milagrosas, incrementa la inseguridad. El sistema sangra por doquier, incluso allí donde “funciona”; epidemia de opioides, altas tasas de suicidio en países “desarrollados”, los ninis (jóvenes que ni estudian ni trabajan) o el declive de la democracia. Se dice que, con todo, este modelo funciona, pero ¿para qué? Para lo que se llama sociedad, que es la organización racional de lo civil bajo la figura del individuo. Aquí no hay pueblo sino masa. Y la única forma de organizar a la masa es desde el exterior. Así se afianza el poder autoritario en Ecuador.
El fracaso del paro revela hasta qué punto la militarización, más que combatir la creciente violencia, afirma el “control social”. Se suma a esto el Estado de Propaganda, pues ¿quién sabe a ciencia cierta lo que sucede en el país? La comunidad necesaria para conocer la salud del territorio sucumbe por asfixia. Las masas no saben más de lo que sus dispositivos les dictan; confunden datos con conocimiento. Los gritos de la vida se pierden entre las cifras. Esto se relaciona con la política como administración de masas, tal como se dirige un rebaño. Solo que en nuestro caso ni el pastor sabe adónde vamos; él también sigue un camino señalado de antemano. Otro límite analógico es que el rol de las ovejas es ocupado por seres humanos. Surge la cuestión de si la esclavitud fue realmente abolida. Otra cuestión: ¿de qué sirve aquí una nueva Constitución?
Resalta entonces el progreso como el extremo opuesto de la inseguridad. Vive tranquilo el que puede costearse los muros y las armas. Lo que no puede ser explotado económicamente es sustituido técnicamente; así es como el cuidado llegó a ser mera asistencia social. En otras palabras, no importa el amor o que la vida valga la pena vivir, sino que el individuo funcione. Este es el sentido de los jóvenes que menosprecian su tierra a cambio de un “sueldazo”. El “desarrollismo” le haría creer a uno que la libertad se puede comprar en el mercado. El precio de la “libertad económica” es la dislocación de los vínculos humanos que subyacen a la verdadera seguridad. El individuo no tiene acceso a ella. La seguridad es la herencia y patrimonio de la persona singular. (O)