En el patio principal del Convento de Santo Domingo, bajo la sombra de una palmera, Isabel Robalino Bolle solía recibir a los periodistas. En su piel se observaban las marcas del siglo que le tocó vivir, quizá de allí le venían su mirada serena y su sonrisa. Su melena de leona, era una especie de signo de su carácter, de esa templanza que la caracterizó. Decía que el claustro era realmente hermoso, especialmente la capilla de la Virgen del Rosario, magnífica expresión del arte colonial. Cuando supe de su muerte a sus 104 años, el pasado 31 de enero, entendí que fue un privilegio haber sido reportero, haberla conocido y haberla entrevistado. Era un pedazo, acaso uno de los más heroicos, de historia ecuatoriana.
A principios de la década de los 40, Robalino era la única alumna en las aulas de la Universidad Central. Se había graduado del Colegio Mejía y había decidido estudiar Derecho. La niña que nació en los estertores de la Primera Guerra Mundial, en una Barcelona industrial y de sangre insumisa, se convierte en 1944 en la primera mujer abogada por su icónica universidad. En el 46, fue la primera mujer en ejercer como concejala de Quito. En 1968, la primera senadora, tras participar en representación de las organizaciones obreras en la Asamblea Constituyente de 1966. Nunca tuvo nacionalidad española: “Yo he defendido siempre mucho mi nacionalidad ecuatoriana”, decía.
A esos hechos, sus hitos, los veía como el cumplimiento de un deber y no como alimentos del ego. “Eso es lo que le permite a uno seguir viviendo, porque acostarse a descansar le deslinda de la vida nacional, y entonces seguramente eso debe deprimir”, me dijo, sobre su lucha de décadas, junto a las centrales sindicales y a los obreros. Una lucha que la llevó a ser una de las primeras profesoras mujeres en las facultades de Derecho, cuando abrió la puerta a las abogadas y maestras de abogadas que siguieron, que siguen, sus pasos. “Primero se aceptará a las mujeres en el estudio y las universidades, pero donde hay mayor confrontación es en la política, en lo que se refiere al poder”, decía.
Al imaginar a Isabel Robalino, sentada en su primer día de clases en la facultad, luego ejerciendo por primera vez como vocal del Tribunal del Crimen o presidenta del Tribunal de Menores, me fue siempre claro que era una figura estelar de la historia continental. Su temple, ante las acciones de baja política, fue impresionante hasta sus últimos días. En 1975, el ex agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos, Philip Agge, la mencionó en su libro Inside the Company: CIA Diary como una agente al servicio de Washington. Cuando le recordé este tema me sonrió con su tranquilidad de siempre. “Tengo hecha una refutación bien clara”, dijo, mientras buscaba la nota al pie número 15, que consta de 3 páginas, en su libro El sindicalismo en el Ecuador. Con voz firme, me leyó toda la larga refutación. “Menciona solamente mi participación en acciones de defensa de refugiados y exiliados –siempre estuve con los oprimidos y perseguidos–. Desde estudiante siempre combatí la intromisión del imperialismo yanqui en nuestras patrias latinoamericanas señalando ante todo el peligro de la dominación cultural. Mi compromiso con la clase trabajadora es de siempre y seguirá siéndolo”, mencionaba en dicho texto.
Era incansable. Casi siempre la encontré el 1 de mayo, marchando, aunque en su caso es más preciso decir que rodando en su silla de ruedas, junto a los trabajadores del Ecuador. El 3 de mayo del 2015, organizaciones sindicales, indígenas y campesinas la nombraron miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción, conformada por ciudadanos de trayectoria cívica intachable para investigar denuncias de actos ilícitos. Varios de ellos hoy están muertos, pero fueron un ejemplo de lo que muchos jóvenes no hemos sido capaces de hacer para reconducir el destino del país o, al menos, enfrentar a sus saqueadores.
“Nadie puede saber cuál va a ser su futuro”, me dijo, frente a la pileta del claustro de Santo Domingo. Era un día soleado e Isabel Robalino estaba feliz. El día que fue procesada en el juicio interpuesto por un nefasto ex Contralor, que deshonró su cargo y al país, le dijo a la jueza que su vida había valido la pena, porque estaba siendo juzgada por una mujer. Le alegraba que hoy sean miles las mujeres que estudian en las universidades, las que están en las centrales sindicales, los partidos políticos y los espacios importantes de la vida nacional. “A la clase trabajadora, que quiso generosamente recibirme como uno de los suyos, y a la juventud estudiosa, les digo que más allá de la Ley, busquen la justicia”, me dijo sonriente, al evocar a quienes atraviesan las puertas, gigantescas y diáfanas, que ella por primera vez abrió hace tantos años. Que la tierra le sea leve, Isabel. (O)