De coincidencia visitamos el Palacio de Buckingham el día que la reina falleció. Un recorrido con cierto sobrecogimiento al contemplar los grandiosos y elegantes salones que acompañaron su cotidianidad. El lujo de las estancias con fabulosos espejos, lámparas, cuadros y alfombras deja una huella en el individuo común respecto al poder y la gloria de una milenaria monarquía. Aun así, frágil ante el carácter ineluctable de la muerte.

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Con la desaparición de Isabel II bien puede hablarse del final de una segunda era isabelina; la anterior correspondió a su predecesora, de igual nombre, que sentó la bases para que Gran Bretaña se convierta en el primer imperio de la modernidad. Tanto a ella como antes su padre, Jorge VI, a quien sucedió en 1952, le correspondió cerrar el ciclo dando lugar en su reemplazo a la Mancomunidad británica que reúne a 56 países, algunos de las cuales mantienen a la monarca como jefa de Estado nominal.

Durante el jubileo de platino de la organización multinacional, en 2018, apuntó a su relevo por parte del príncipe de Gales, hoy Carlos III: “Un dedicado y respetable heredero al trono que está a la altura ante cualquier comparación de la historia”.

Isabel Alexandra María Windsor inició su carrera a los catorce años, en octubre de 1940, cuando los alemanes bombardeaban Londres, con una alocución radiofónica destinada a elevar la moral de la población. La concluyó diciendo: “Buenas noches y buena suerte a todos ustedes”, que se convertiría en su firma personal.

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Se crio en un hogar sólido compuesto por el príncipe Jorge, que sucedería en 1936 a su hermano Eduardo VIII, un solterón de 40 años que decidió privilegiar su matrimonio con una divorciada, y la reina madre Isabel Bowes-Lyon que, si bien provenía de una familia escocesa respetable y adinerada, no pertenecía a la nobleza. Las bodas por amor no formaban parte de la tradición monárquica, aunque ella misma escogió como marido a Felipe de Grecia y Dinamarca, su primo tercero con quien compartía a su tatarabuela, la reina Victoria.

Al cumplir sus bodas de plata confesaría: “Muchos me preguntan por mi vida familiar al cabo de veinticinco años, pero puedo responder con simplicidad y convicción que sirvo para eso”.

Largas colas en su velatorio en Westminster, que se extendió durante seis noches y cinco días, convocando a más de un millón de británicos, de toda condición social, dan cuenta del afecto que le profesaba su pueblo como reina y devota servidora, la matrona de una familia extendida.

Anotar que en una nación que no tiene propiamente una fecha patria, todas las celebraciones giran en torno a aniversarios de la corona. En junio se festejó el jubileo de platino de Isabel II, 70 años en el trono, que marcó el cenit de su prolongado reinado. Lamentó no tener a su lado a Felipe de Edimburgo, fallecido el año anterior al cumplir un siglo de vida. Con la satisfacción del deber cumplido se retiró al final del verano al Palacio de Balmoral en Escocia, lugar de privacidad preferido, donde su menguante llama vital discretamente se apagó. (O)