Que el poder embriaga y envanece es algo que se ha conocido desde la noche de los tiempos. Cuatrocientos años antes de nuestra era los griegos ya identificaron el problema y lo trataron como una enfermedad cuya cura no se puede lograr con menjunjes ni con los más modernos medicamentos. Le dieron el nombre de hybris o hubris y, según cuenta más la leyenda que la historia, era lo que los romanos querían prevenir con el asistente que le iba recordando al emperador que es un mortal. Ya en nuestro tiempo fue explicada magníficamente por David Owen en su libro En el poder y en la enfermedad, en que analiza cómo sus síntomas afectaron a varios líderes mundiales. Coincidiendo con griegos y romanos, pero apoyado en la ciencia moderna, como médico que es, Owen recomienda la psiquiatría.

Constituyente, oportunidad para el profundo cambio

Ciertamente, hay casos en los que no cabe otra solución, como lo vemos en estos días cuando observamos que, aparte de los síntomas propios de esa enfermedad (sobrevaloración de sí mismo, negativa a reconocer sus errores, trato despectivo), su mayor exponente en nuestro medio ha entrado en un terreno complejo que debería preocupar a sus seguidores. Sobrepasando los límites de las teorías conspirativas, tan generalizadas entre las izquierdas, ahora habla de un fraude realizado con medios químicos, que más bien parecen el producto de la alquimia o de la nigromancia. La tinta dotada de la inteligencia suficiente para pasarse de la una candidatura a la otra (y nunca en sentido inverso), la prohibición del celular por su admirable capacidad para detectar alteraciones en el texto y el flash mágico que puede hacer desaparecer la escritura, hablan de algo más complejo que la hybris que ya la conocíamos.

Tan difícil es comprobar estas nuevas dolencias como lo es entender el comportamiento de sus seguidores. Por lo general, el enorme ego de este tipo de líderes es retroalimentado por grupos fanatizados que los admiran incondicionalmente y que se niegan a ver sus defectos. Los estudios sobre populismo han avanzado mucho en el análisis de este fenómeno y la ciencia política ha buscado apoyo en la psicología social para entenderlo. Sin embargo, cuando estos alcanzan una dimensión como la que se ve en este caso y, sobre todo, cuando esa conducta afecta a personas con alto nivel de instrucción formal, que ostentan maestrías y doctorados, esas explicaciones resultan insuficientes.

Límites a la reforma constitucional

Ya aparecieron signos del fenómeno en la campaña anterior, cuando se ampararon en la supuesta resignificación del calificativo de borregos para darle un contenido positivo mientras soltaban balidos en coro cada vez que alguien les calificaba de esa manera. Ahora, cuando adhieren a las teorías disparatadas de su líder, se hace evidente que renunciaron a su capacidad de pensar y asumieron dócilmente el papel de comparsas obedientes. Incluso están dispuestos a sacrificar sus carreras políticas, que permanecen atadas a la voluntad del dueño del juego. La sumisión que se manifiesta en los chats difundidos, la incapacidad para asumir una posición de igualdad en las conversaciones, y sobre todo la reiteración de las chifladuras acerca del supuesto fraude niegan no solamente toda la trayectoria intelectual y ética de las izquierdas, sino que cierran la puerta a su futuro. (O)