Escuchamos, leemos y comentamos constantemente respecto al número de mujeres fallecidas por femicidio; nos alarmamos y, finalmente, al parecer, al Estado, a la sociedad y a nuestra propia individualidad nos hace falta mucha consciencia sobre lo que realmente implica hablar de femicidio.

Comienzo por una pregunta que durante mucho tiempo rondó mi cabeza, y cuya respuesta –admito– me costó comprender: ¿por qué hablamos de femicidio y por qué debería importarnos? La respuesta tiene múltiples matices, con implicaciones principalmente sociales y jurídicas.

El femicidio constituye la forma más extrema de violencia ejercida contra la mujer. La exjueza constitucional Daniela Salazar, en su voto salvado dentro de la sentencia 393-17-EP/23, explicó con claridad: “El femicidio se produce cuando la muerte violenta de una mujer ocurre por su condición de mujer o por razones de género, lo que exige probar no solo intencionalidad en la muerte de la mujer, sino también que esa intención estuvo motivada por el odio o desprecio a la mujer (…)”.

Por eso, visibilizar este tipo de muerte ejercida contra la mujer implica mirar más allá de las cifras. Detrás de cada caso hay una historia –madre, hija, hermana, amiga–, un proyecto de vida truncado, una familia quebrada. Son mujeres como tú o como yo, cuyas muertes exponen lo más doloroso y oscuro de una sociedad: el odio hacia las mujeres por el simple hecho de serlo.

Entonces, surge una pregunta frecuente: ¿por qué hablar de las muertes de mujeres y no de las de los hombres? Para responderla, quisiera referirme brevemente a la obra La justificación del ius puniendi estatal en los delitos de femicidio, de Dayán Arguello. Allí se sostiene que la especial gravedad del femicidio se fundamenta en dos elementos: a) el significado social y jurídico del hecho, y b) su carácter particularmente lesivo.

Por un lado, porque evidenciar la muerte de mujeres por razones de género exige al Estado adoptar políticas de prevención, erradicación, sanción y reparación. Y por otro, porque revela la persistente discriminación, desigualdad y violencia sistemática que las mujeres enfrentan, producto de relaciones de poder históricamente construidas.

El tipo penal de femicidio no solo se fundamenta en la afectación del derecho a la vida, sino también el derecho a la igualdad. Porque estas muertes ocurren en contextos de subordinación, donde prevalecen estereotipos, prácticas culturales y estructuras sociales que colocan a la mujer en una situación de inferioridad.

El femicidio, entonces, no es simplemente una muerte: es una manifestación estructural de desigualdad, con raíces profundas en lo histórico y cultural. Por ello, hablar de femicidio no es dividir ni enfrentar a mujeres y hombres. Es reconocer una violencia específica motivada por razones de género. Es comprender que las estadísticas no son cifras abstractas y que el silencio, tanto institucional como social, también mata. Nombrar el femicidio es, en esencia, un acto de justicia. Es recordar que la igualdad no es un privilegio, sino un derecho humano y el fundamento de una sociedad verdaderamente libre. (O)