Escribo el domingo 10 de agosto, efemérides que se celebró el lunes 11 de agosto. Debió haber banderas en los balcones, himnos cantados con más entusiasmo que afinación y discursos que se olvidarán al día siguiente.
El feriado da un respiro, pero también sigue alimentando un problema: al mover las fechas, las conmemoraciones se vuelven un trámite y la historia se diluye.
Hace más de 50 años, cuando rendí examen para obtener la ciudadanía de este país, tuve que demostrar que conocía su historia, geografía y leyes. Recuerdo un debate con el profesor que me examinaba: él insistía en que el Primer Grito de Independencia, de hecho el comienzo del proceso que a ella nos llevaría, fue en 1810; yo sostenía, apasionada, que fue en 1809. Sin acuerdo, hubo que buscar los libros que refrendaran mis afirmaciones.
Recuerdo el enojo de un alumno universitario cuando en un cuestionario de sondeo les pedí que nombraran cuáles eran las provincias del país y él sostenía que Bolívar era un héroe y no una provincia, y otros compañeros, al esbozar un borrador del mapa, pusieron Carchi entre Azuay y Chimborazo.
Celebramos con colores patrios, pero el país sigue siendo, para muchos, un territorio desconocido. Con vergüenza lo hemos visto en los médicos que rendían exámenes en Argentina, además de mentir y querer justificar los engaños se presentan en redes con un adorno de plumas para graficar su nacionalidad.
Actualmente se insiste en el rol de la sociedad civil, para hacer aquello que el Estado no puede ni quiere hacer. A la vez que se desconfía de ella y se busca ponerles todas las trabas posibles a las organizaciones que las representan, les piden hacer lo que ellos no hacen. Ese maridaje casi siempre al borde del divorcio es necesario en nuestras sociedades. Ambos podrían trabajar de la mano, renunciando a ser considerados los más importantes de la ecuación. Recuperar la historia de barrios, hacer concursos entre sus moradores para lograrlo, que calles lleven sus nombres en vez de los insulsos números y puntos cardinales que nos remiten a un tablero sin raíces.
Recuperar la historia grande y pequeña es una responsabilidad compartida. Y aquí entra la juventud. Muchos, cuando buscan empleo, dicen con orgullo: “Soy creador de contenido”. Y me pregunto: ¿qué contenido? Porque para tener contenido hay que leer, investigar, preguntar, vivir.
Ser influencer no es solo posar frente a una cámara y manejar filtros de edición; es abrir ventanas al mundo, mostrar lo que otros no han visto, contar lo que nadie se ha atrevido a decir. Imagino jóvenes que recorran el país no solo para tomar fotos, sino para descubrir la vida que habita detrás: la abuela que guarda una receta olvidada, el maestro que enseñó a leer a medio barrio, el equipo que no ganó campeonatos pero unió a su gente, el árbol bajo el que nacieron promesas.
Porque un país sin memoria es como un árbol sin raíces: puede mantenerse en pie un tiempo, pero basta un viento fuerte para derribarlo.
Nuestros relatos, grandes y pequeños, son los hilos invisibles que nos sostienen como comunidad. Sin ellos, no hay identidad que defender ni futuro que soñar. Por eso, conocer la historia no es un lujo de eruditos, sino un acto de amor y de supervivencia. (O)