Como segundo capítulo de su decisión de durar en lugar de gobernar –comentada la semana pasada en esta columna–, el presidente de la República ratificó la convocatoria a una consulta popular. Ya la anunció hace algunos meses, pero daba a entender que la haría después de disolver la Asamblea y de tomar algunas medidas que habrían inclinado la balanza a favor de sus propuestas. Ahora ha decidido dejar de lado cualquier medida previa y poner no solo su futuro, sino también el del país, en manos de una ciudadanía que responderá con el estómago. Ha escogido caminar por la cuerda floja sin barra estabilizadora y sin red de protección.

Esta, como todas las consultas, dependerá de la combinación de múltiples fuerzas y de varios factores. Entre las primeras están las bancadas legislativas de oposición, que prácticamente ya tienen la mayoría. La destitución de la presidenta de la Asamblea es cuestión de horas. Lo más probable es que ese cargo termine bajo control de los opositores más radicales, ya sea con alguien de sus filas o con el actual vicepresidente Saquicela, expulsado del bloque gobiernista y con muchas ganas del cargo. Así, mientras el Gobierno, con el flamante ministro de la política a la cabeza, se entretiene con la consulta, en el Legislativo se cocinaría la política real. A estas fuerzas habría que sumar el resto de partidos y las organizaciones sociales, que saben, por larga experiencia, lo útil que resulta llamar a votar negativamente cuando las consultas son convocadas por el gobierno en funciones. El contenido es lo de menos, lo que importa es cosechar apoyos en el descontento y en la desconfianza de la gente.

Entre los factores, destacan la oportunidad, el momento político, social y económico en que se realizaría la consulta. Después de un largo período de recesión económica, pandemia, pérdida de empleos, reducción de los ingresos y varios efectos negativos adicionales, las personas comunes y corrientes no tienen el ánimo necesario para ocuparse del número de asambleístas o de la forma de elección de las autoridades de control. En realidad, no tienen más ánimo que volver a gritar que se vayan todos. Y, en el imaginario colectivo, esos todos generalmente están encabezados por quien hace las preguntas. Tenemos evidencias de consultas en que esta misma población ha negado preguntas que, a decir de sus impulsores e incluso de la lógica elemental, debían tener una aprobación abrumadora.

Otro factor es la modalidad de la consulta, esto es, si las preguntas serán vinculantes (referendo) o exploratorias (plebiscito). Los resultados de esta última no sirven más que para saber lo que piensan las personas sobre un tema determinado. En ese caso, una encuesta sería menos costosa y no polarizaría a la sociedad. La otra modalidad se encuentra con el problema de los contenidos complejos y la necesidad de anexos (leyes que reforman, nuevos textos, entidades involucradas, entre otros), que son engorrosos para quienes no manejamos el lenguaje abogadil. Además, no hay que olvidar que una sola reforma política mueve todo el entramado institucional y usualmente termina como un parche inapropiado. Someterla a la dicotomía del sí o no es irresponsable. Además, en cualquier caso, el resultado negativo sería mortal para el equilibrista sin protección. (O)