En Ecuador hemos aprendido a vivir discutiendo, sobre todo, menos sobre el país que queremos ser. En el debate público se cruzan gritos, diagnósticos y consignas, pero pocas veces se habla de manera técnica del futuro. Nos hemos acostumbrado a exigir soluciones sin revisar el molde que las limita: la constitución que prometió más de lo que la realidad pudo cumplir y que, al mismo tiempo, protegió menos de lo que la dignidad humana exige. La Constitución de 2008 nació como un proyecto de esperanza. Ofreció derechos de avanzada y un lenguaje nuevo, donde el buen vivir aparecía como horizonte civilizatorio. Pero tras 17 años el país parece vivir en una tensión permanente entre esa promesa y su incumplimiento. No porque los principios sean equivocados, sino porque el Estado que la Constitución imaginó no existe, y el que tenemos es incapaz de sostener sus propias palabras.

Como resultado de la mala aplicación, hoy convivimos con instituciones fragmentadas, sobrecargadas de competencias y vacías de recursos. Tenemos un sistema judicial que no logra equilibrar independencia y eficiencia, una Asamblea que confunde representación con espectáculo, y Gobiernos locales que asumen responsabilidades sin contar con herramientas técnicas ni financieras. Entre todos, hemos construido un Estado tan grande en el papel como frágil en la práctica. El problema no es solo jurídico, sino moral y cultural. Nuestra constitución habla del ser humano como centro del sistema, pero en la práctica las decisiones públicas siguen orbitando alrededor del poder y la conveniencia política. La ley se volvió un instrumento de defensa personal, no de justicia colectiva. Y así, cada Gobierno llega con la tentación de reescribir el país desde cero, como si los errores se corrigieran cambiando la portada de la historia.

Personalmente apoyo una nueva constitución pero, además de idearla, tenemos que ser sensatos y reconocer que la verdadera reforma no está en el texto, sino en la ética de quienes la aplican. Repensar la Constitución no debería ser una batalla entre ideologías, sino un ejercicio de madurez colectiva. Debemos preguntarnos qué tipo de Estado puede sostener los derechos que consagra, el papel de la educación, la salud, la justicia y la descentralización.

En vez de pensar en un “sí” o un “no”, debemos abrir un debate que enriquezca la interpretación de los recursos del Estado y de las normas que lo rigen. La discusión no debería reducirse a la pregunta de si debemos cambiar la Constitución, sino a cómo lograr que sus principios funcionen en la práctica. Las universidades, los colegios profesionales y los centros de pensamiento tienen aquí un papel esencial, y es el generar propuestas técnicas, artículos y debates públicos donde se recomiende qué artículos reformar, con qué justificación y cómo darles mayor viabilidad institucional y económica. Solo con una discusión basada en conocimiento, no en consignas, podremos construir una constitución que no sea un texto de aspiraciones, sino un manual operativo de futuro, que implique un nuevo pacto de coherencia entre los ecuatorianos. (O)