Los años nos dan y nos quitan. El 2021 me ha arrebatado el Rito de los viernes. Por eso, inicialmente, iba a titular esta columna ‘Santiago Carcelén ha muerto ayer’, en alusión al nombre de la película de Javier Izquierdo sobre el mítico padre del cine ecuatoriano, Augusto San Miguel, de cuyos filmes no se guarda ningún vestigio. Santiago Carcelén Cornejo (1946-2021) fue un cineasta inmenso, un fotógrafo de esencias humanas, y un poeta sensibilidad genuina. Un artista en toda regla. Y también, y sobre todo para mí, fue un amigo cercano, constante y confidente. Mientras escribo esto no puedo creer que, al finalizar este texto, no podré llamarle por teléfono para leerle y obtener su siempre implacable retroalimentación. Murió el pasado 17 de diciembre. Y con su muerte se acabó el rito con el que cada viernes le di punto final a esta columna dominical, antes de enviarla a la editora del periódico.
Por lo general, interrumpía mi lectura, para hacerme todo tipo de correcciones: “¡No se entiende esa oración!” “¡Cambia ese adjetivo!” “¡Vuelve a leerme ese párrafo!” Muchas veces sus interrupciones eran sus risas o sus suspiros. Al final, siempre venía la sentencia: “No me gustó.” “Regular.” “Pasable.” “Está bien.” Y en las ocasiones en las que reinaba la suerte, como una fiesta, luego de un tenso silencio, me decía: “¡Estupendo, Miguelito!” Santiago, quizá, era el más fiel de mis lectores en este espacio y su participación trascendía la lectura. No era fácil de contentar. Me exigía, cada viernes, que me superara a mí mismo, que escribiera mejor que el viernes anterior, que lo diera todo, que crezca como columnista, es decir como escritor, porque él tenía claro que este, el de la columna, también es un género literario.
Santiago vaticinó que Nueva York, esa ciudad que por motivos de visado nunca alcanzó, pero que fue el refugio de su adorado Camilo Egas, sería una experiencia que transformaría mi vida en todos los sentidos. Yo era escéptico. Sin embargo, mientras los grandes sucesos tenían lugar, una pandemia incluida, pensaba en la profecía de Santiago y le escribía o le llamaba para conversar al respecto. Dudo que exista un tema que no hayamos topado en nuestras conversaciones. Hablamos de todo: la infancia, la militancia, los sinsabores o alegrías del amor, el Ecuador, los libros que leíamos, Chile, las farras, las decepciones, los secretos, mi peregrinación hacia las cumbres de los nevados o la búsqueda de un sentido a mi vida, el futuro. Siempre el futuro. Y el futuro era, por ejemplo, el primer manuscrito de una novela en la que sigo trabajando, que Santiago leyó con el meticuloso rigor de editor y a la cual dio importantes correcciones. Una novela que, si algún día ve la luz, le deberá mucho, como le deben mi escritura y mi templanza por su sentido crítico y su irrevocable y desmesurada confianza en mí.
He escuchado que los amigos que nos transforman no son conscientes de que luego de conocerlos somos otros. Ojalá mejores. Luego de esta maravillosa amistad de varios años, por la que le agradezco infinitamente al novelista Carlos Arcos Cabrera, siento que he heredado de Santiago la certeza de que el arte nos libera, la entereza de roble ante los tiempos difíciles o la necesidad de perseguir la lucidez pese a todo. También el goce ante la vida. La capacidad de ilusión y asombro, por más que pasen los años. La búsqueda incansable del amor. La lealtad de la amistad. Alguna vez me escribió: “Y es que para escribir […], si bien es cierto se necesita pisar firmemente sobre la tierra, estar absolutamente consciente del mundo en el que transita la existencia, también es indispensable contar con una enorme dosis de imaginación, que desde mi personal punto de vista, no nace de la razón, sino que transita del alma hacia la lucidez”.
Este 2021, el segundo año de la peste, como diría Santiago, no ha dejado de ser duro, durísimo para la humanidad. Para mí, entre otras heridas, el golpe más fuerte ha sido la muerte de mi amigo y la extinción del Rito de los viernes. También se fue mi querido profesor de Filosofía del arte, Jorge Luis Gómez, que me enseñó a amar la obra de los grandes filósofos y a entender, en alguna mínima medida, mi presencia en el mundo. Mientras escribo esto, me entero de la muerte de la escritora Joan Didion. Tantas muertes que duelen. Morir es nuestro destino inevitable, quizá la más humana de las experiencias y, por lo general, la más dolorosa para los que nos vamos quedando, barcos contra corriente. Pero está la alegría, porque la complicidad también consiste en compartir los triunfos. Y con el cineasta Carcelén, anarcosurrealista incorruptible, festejamos cada pequeño triunfo como victorias definitivas, apoteósicas, con vino y música, con la presencia y al abrazo. Me hubiera gustado llamarle al Santiago, como tantas veces, como siempre, a contarle que sus amigos fuimos a su velorio, que compartimos con sus hijos, de los que él estaba tan orgulloso, y que pese a la tristeza estábamos felices de haberlo conocido, de haber aprendido de él. Y eso es tan importante. Quizá es la lección más grande de Santiago: la vida nos brinda amistades que son como milagros y cuyas enseñanzas ya no nos abandonan jamás. Tal vez no he perdido, sino que he ganado para siempre, el Rito de los viernes.
Gracias, lectoras y lectores, por acompañarme aquí, en mis pérdidas y esperanzas. ¡Feliz 2022! (O)