El reciente referéndum en Ecuador fue mucho más que una consulta sobre reformas puntuales. Fue un retrato fiel de un país que transita con dificultad entre sus múltiples identidades. Los resultados no deben leerse únicamente en términos de ganadores y perdedores, sino como una especie de radiografía social que evidencia un fenómeno que ya se venía sintiendo: la polarización.
Según el Global Risks Report 2025 del World Economic Forum, los principales riesgos que enfrentan las sociedades actuales no son únicamente de índole económica o ambiental. La desinformación, la desconfianza y la creciente polarización social encabezan la lista de amenazas globales a corto plazo. No estamos hablando de simples desacuerdos, sino de una fragmentación profunda, que debilita los vínculos sociales y socava las bases mismas del diálogo.
Lo preocupante no es que pensemos distinto –eso es natural y hasta deseable en democracia–, sino que cada vez parecemos menos dispuestos a escuchar al otro. En lugar de deliberar, reaccionamos; en vez de buscar puntos de encuentro, levantamos muros de sospecha. Esta lógica de confrontación ya es parte de la vida cotidiana, amplificada por la velocidad con que circula la información, muchas veces sin filtros ni contexto.
No se trata aquí de juzgar posturas políticas ni de señalar culpables. Se trata, más bien, de reconocer una realidad que va más allá de los partidos o los gobiernos de turno. La polarización no surge de un solo sector, es una construcción colectiva que se alimenta de nuestras decisiones diarias: lo que compartimos, lo que callamos, lo que decidimos creer.
Desde esa perspectiva, el referéndum puede verse como una oportunidad. Más allá del resultado, nos ofreció un mapa emocional del país. Un censo de percepciones, miedos y anhelos. Y si bien es cierto que unos celebraron y otros lamentaron los resultados, quizás el verdadero aprendizaje esté en otro lado: en entender que esta consulta nos expuso, como sociedad, a nuestra propia incapacidad para convivir en la diferencia.
El informe del WEF es claro, sin cohesión social los demás riesgos se intensifican. Las crisis económicas se agravan, las respuestas ante desastres naturales se ralentizan y la confianza en las instituciones se erosiona.
Por eso, este momento histórico no debería reducirse a una suma de votos o a una pugna de bandos. Es, más bien, un llamado urgente a revisar nuestras formas de participar, de disentir y de construir país. No se trata de romantizar el consenso ni de pretender que todos pensemos igual. Pero sí de asumir que, sin una mínima voluntad de entendimiento mutuo, ningún proyecto nacional es posible.
Quizás, entonces, este referéndum no fue un punto de quiebre, sino un punto de partida. Una señal de alerta para detenernos y preguntarnos: ¿qué clase de sociedad queremos ser? ¿Una que se fragmenta ante cada diferencia o una que se atreve a buscar sentido incluso en el desacuerdo?
La respuesta, como siempre, no está en los discursos, sino en las acciones cotidianas. Porque construir comunidad también es una forma de responsabilidad. Y aunque no esté escrita en ninguna ley, es probablemente la más urgente de todas. (O)