En el año 2006 visité La Habana, Cuba. Lo que vi ahí quedó grabado en mi memoria para siempre. En Cuba no conocí ni la miseria ni la pobreza extrema, esas ya las había visto en Ecuador, y de sobra. Recuerdo con claridad la crisis del cólera, los damnificados de La Josefina y el fenómeno de El Niño de 1998… Además, desde muy pequeña viajaba frecuentemente a las zonas rurales de la Costa con mi papá y mi abuelo agricultores, y recuerdo haber sentido esa precariedad como algo doloroso de aceptar.

Lo que sí conocí en La Habana fue la resignación y el conformismo. Conocí arquitectos que diseñaban rutas para trasportar turistas en carros sesenteros; médicos que se ganaban la vida curando paredes y pisos; e ingenieros químicos que no habían visitado un laboratorio desde su época universitaria, así que mezclaban deliciosas sustancias caribeñas en una cocina. Vi prostitución de jovencitas a plena luz del día; vi trueque; vi curiosidad por todo aquello de lo que el régimen los privaba; vi un país estancado en el tiempo. Conversé con ellos y a pesar de su situación, su actitud era de no creer: rara vez se quejaban de sus carencias, no buscaban culpables de sus desgracias y jamás hablaban del Gobierno que los reprimía. Al contrario, tenían una capacidad admirable de aceptar las adversidades y en muchos casos, las injusticias.

Ni la resignación ni el conformismo son virtudes muy democráticas que digamos, pero en Cuba nada lo es. La democracia exige participar en la solución de los problemas, una batalla que los cubanos han venido perdiendo gradualmente desde hace décadas.

Empecé a estudiar Ciencias Políticas en mayo del 2006, justamente al regreso de ese viaje revelador; y en octubre de ese mismo año, Ecuador eligió un presidente que, desde la campaña, entre insulto e insulto, gritaba con su mano en alto: “Hasta la victoria siempre”. Todas las veces que voté, él estaba de una u otra forma en la papeleta. Y vi cómo, año tras año, se coartaban nuestros derechos en manos de quien nos llamaba a las urnas. Urnas donde, gracias al voto de un pueblo ingenuo, legitimaba su poder para seguir restando libertad. En el 2012 empecé a escribir esta columna y cada mes me autocensuraba más. Tenía miedo. En el 2015, cuando a través de la Asamblea, y no en las urnas, nos impusieron la reelección indefinida, sentí terror. Ese día me vi más cerca de Cuba, no por la violación de derechos, la represión o la posibilidad de tener a un mismo presidente indefinidamente, sino por la posibilidad de ver a un Ecuador resignado y conforme.

Ecuador quizá no estuvo cerca de convertirse en Cuba en manos de quien asistió al entierro de Fidel, celebró su vida y lloró su muerte. Pero ese tonto útil de Fidel, sí vulneró derechos, nos enfrentó entre ecuatorianos y ensombreció la democracia.

Diez años después de mi visita a Cuba, murió Fidel y aunque no me alegro por la muerte de nadie, ese día brindé con un ron con cola, aunque en el fondo sabía que Cuba no era libre.

Hoy celebro un Ecuador libre, dispuesto a recuperar el tiempo perdido, a reencontrarse, a pasar la página y llevar la fiesta en paz.

Y espero con ansias también la liberación de Cuba. (O)