En pocos años nuestro país habrá cumplido dos siglos desde que adoptó su primera constitución y se estableció como un Estado independiente. En el evento de aprobarse una nueva constitución en los próximos meses, para esa fecha el Ecuador habrá tenido 21 constituciones. La primera fue aprobada en septiembre de 1830 por la asamblea constituyente que se instaló en la ciudad de Riobamba, luego de nuestra separación de la Gran Colombia. Si hubo una asamblea con “plenos poderes”, “poderes ilimitados” o “poderes absolutos”, como les gusta hablar a algunos hoy en día, fue la reunida en Riobamba la que gozó en realidad de esas características.
El silencio y la constituyente
Lo que hoy deberíamos preguntarnos es si para el año 2030, cuando hayamos cumplido 200 años de vida republicana independiente, y luego de haber aprobado 21 constituciones, no estaremos quizás debatiendo sobre la conveniencia o necesidad de aprobar una nueva constitución que reemplace a la que probablemente aprobemos en los próximos meses en el evento de que el plan trazado por el Gobierno sea exitoso. Por muy descorazonador que parezca ese escenario, no es fácil descartarlo en un país en el que, todo sumado y al final del día, nos guste o no, sus constituciones han tenido una vida promedio de diez años. Si nos sirve algo de consuelo, el récord mundial lo tiene República Dominicana con 32 constituciones desde 1844, año de su independencia, Venezuela con 26 y Haití con 24.
¿Cómo podemos evitar este nefasto ciclo de constituciones tras constituciones? ¿Cómo asegurarnos de que la próxima constitución sea la “definitiva”? ¿O simplemente debemos echarnos al dolor y aceptar que a la vuelta de unos diez o doce años nuestro país nuevamente entrará en un periodo de crisis constitucional y que terminará aprobando una nueva carta fundamental con la misma ilusión de que ella será mejor que la anterior? Y así seguiremos como la Penélope de Ulises, tejiendo durante el día y destejiendo durante la noche el sudario de nuestro derecho constitucional en espera de un promisorio final. Parte del problema es la necedad de la mayoría de nuestra élite de no aprender de los errores del pasado, de seguir, una y otra vez, tropezándonos con la misma piedra. Si cada vez que emprendemos la complicada tarea de aprobar una nueva constitución no tenemos el cuidado de evitar los errores que llevaron en el pasado a un punto de quiebre, lo más probable es que a la vuelta de poco volveremos al punto de partida. En vez de avanzar, habremos simplemente regresado a donde salimos. Las constituciones no deben ser pensadas para superar una crisis política coyuntural o para consolidar un triunfo electoral o para beneficio de un líder en particular o para enterrar a otro. Esa ha sido nuestra tragedia constitucional. Ver en las constituciones una simple extensión o apéndice de los conflictos políticos en los que nuestra sociedad se ve envuelta es receta para arrastrar a esa constitución al abismo una vez que dichos conflictos se resuelvan de una manera u otra. Las constituciones que perduran en el tiempo son aquellas que, aprendiendo de los errores del pasado, miran al futuro sin ser esclavas del presente.
Y si tener una constitución que perdure es un bien colectivo, es un objetivo que nos trasciende. Debemos estar vigilantes del proceso constituyente en marcha. (O)










