El trabajo de antologar poesía, inevitablemente, implica el registro del pensamiento o de las urgencias de una época. Ha sido lúcido, en ese sentido, lo que ha hecho la editora Alejandra Algorta en el libro Como la flor. Voces de la poesía cuir colombiana contemporánea (Planeta, 2021), que encontré, por fin, en las librerías del Ecuador. Treinta poetas jóvenes de Colombia. Treinta maneras distintas de aproximarnos a los géneros, de la poesía y la sexualidad. Es una antología colombiana pero bien podría ser un espacio de reflexión para toda América Latina. Es un libro sobre el amor y el deseo como experiencias esenciales del lenguaje, del cuerpo y de la actualidad política continental: “[E]ncuéntrame todo humo” (Sebastián Barbosa Montenegro).
No será posible, en esta columna, hablar de todos los autores, pero sí procuraré consignar mi impresión de esta poderosa antología. Y la esencial, al menos para mí, es la lengua. La lengua colombiana que escribe y construye la literatura; también aquella que enuncia y denuncia los graves problemas de violencia; la lengua como órgano muscular situado en el interior de la cavidad oral, que permite muchos lenguajes, no sólo la palabra, la indignación o el gozo. La lengua que, despojada de la capacidad de dar placer, se rompe y se apaga en el contexto del horror y la destrucción de cuerpos. Ya sin saliva. Esa lengua, que también por medio de un poema se queja y dibuja una nueva realidad. “Es difícil cavar en el mismo lugar/ adonde todos llegan/ Las palabras/ son una sustancia escasa y viscosa/ que reemplazo por mis yemas” (Estefanía Angueyra).
Hablemos, entonces, de lo cuir. No de lo queer, porque la lengua en que estos poetas escriben es la de su país. “Una sustancia hecha en Colombia. Eso eres tú. […] Tú sabes que en el tercer nivel viene la estrella” (Juan de Dios Sánchez Jurado). Ya Diego Falconí ha escrito y reflexionado mucho sobre resentir lo queer y lo cuir, es decir, la posibilidad, al menos en la lengua que hablamos los ecuatorianos, de pensar lo cuy(r) desde los Andes y la imagen de uno de sus animales mitológicos y más característicos de nuestra gastronomía y cultura. Pero, ¿cómo se siente la poesía cuir? “No hay conclusión definitiva acerca de la verdad de tu sexo/ ni profecía sobre el mundo a venir/ Tu rostro es indiferente Tu nombre/ insignificante […] ¿Cómo explicar lo que nos ocurre?/ ¿Qué hacer con nuestro deseo de transformación?/ El cambio que tiene lugar en nuestros cuerpos/ es la mutación de una época” (Carolina Dávila).
Lo cuir, como toda reflexión sobre el género, es esencial en la literatura, porque nos permite hablar del amor. “Que el amor de verdad debería poder escribirse siempre” (Amalia Andrade). Pero el amor, y así ha sido así desde los cimientos de lo que llamamos occidente, es un tema político. “[E]l amor es renunciar al fracaso privado/ […] espuma de tantos naufragios” (María Luisa Sanín Peña). Y el amor es político porque hay amores condenados y violentados, todo el tiempo, por una ideología, una idiosincrasia, o un cúmulo de prejuicios y malicias: “Quien le teme al ser inclasificable/ Quien les teme a los llantos que reclaman/ Quien le teme a la piel sangrante/ al sexo sudoroso y aberrante” (Violeta Antonia Gómez). Es quizá la lucha contra todo un establishment que los quiere desaparecer: “Yo soy todo de ustedes, plantas/ ya todo de ustedes, gusanos/ tengo algo en común con los desaparecidos/ Estoy cerca de pisar un suelo, un destino, un mar” (Kirvin Larios). Y no, la lengua no desaparece. Por eso los cuerpos escriben. La lengua es un artefacto de la memoria y de la justicia. Toda gran antología poética tiende a la fundación de un nuevo país y de la capacidad, como pensaba Raúl Zurita, de volver a contemplar ese semblante en el otro, el latido de lo sagrado. Y mientras tanto, toda lengua que es horror también puede ser resistencia. “Me iré/ y cuando los gusanos/ vengan a comerse mi lengua/ la encontrarán vacía” (Johanna Barraza Tafur). (O)