Según encuestas como la del Barómetro de las Américas, un alto porcentaje de personas en nuestro país es indiferente a la corrupción. No sienten que esos hechos afectan a sus vidas, a pesar de que hay una o más denuncias diarias y que ya hemos llegado a contar con el altísimo grado de narcogenerales. Amparadas en la creencia de que se trata de un tema que se produce exclusivamente en las esferas políticas y que se mantiene ahí, esas personas se niegan a aceptar que cada acto corrupto impacta negativamente en sus propias vidas. Con esa actitud, la podredumbre encuentra el campo fértil para crecer y multiplicarse.

Harían bien quienes intentan ponerse al margen del problema si lo relacionaran con lo que observan y sienten al recorrer las calles de la mayor parte de ciudades del país. Sin llegar al caso extremo de lo que acaba de pasar en Zaruma –socavada en su totalidad por la minería ilegal con la vista gorda e incluso con la complicidad de las autoridades–, cabe tomar a Quito como caso representativo. La imagen que se forman propios y extraños es la de un tráfico vehicular que constituye un impedimento a la movilidad, unas calles llenas de cráteres, una infraestructura urbana que ni siquiera ha recibido una mano de gato en largos años, en definitiva, una ciudad que ha sido dejada al abandono y que es la negación de la más mínima idea de planificación y ordenamiento. Bastaría preguntarse por las causas de esa deplorable situación para encontrar que en puesto destacado está la combinación de tráfico de influencias, cobros por trámites, aprobaciones truchas, compras con sobreprecios, venta de cargos y un sinfín de actividades siniestramente creativas.

Es innegable que, como lo vienen señalando desde hace tiempo urbanistas calificados (Fernando Carrión, Handel Guayasamín José Ordóñez (+), John Dunn), el deterioro quiteño tiene múltiples causas y no se lo puede atribuir únicamente a la incapacidad de las autoridades (especialmente de los dos últimos alcaldes). Esos especialistas ponen el énfasis en la necesidad de enfocarse en todos los aspectos y crear las condiciones para retomar la tradición que por un buen tiempo tuvo la ciudad en la aplicación de planes de ordenamiento. Pero, a la vez, ellos están conscientes de que el enemigo principal de los esfuerzos de racionalización está agazapado en los intereses privados que entran engrasados a las instancias de toma de decisiones y en las medidas que se toman bajo la mesa. Saben que de nada servirán los mejores equipos técnicos si no se acepta y aborda esa realidad. Para ello, para abordarla, hay que desterrar la idea de que esas prácticas son privilegio de los políticos. La coima del chofer al agente de tránsito, el acto más elemental, cotidiano y públicamente aceptado, no es un acuerdo entre privados. Es un activador del efecto mariposa con sus consecuencias en el funcionamiento de toda la ciudad.

Lo dicho para Quito es válido para la mayoría de las ciudades del país. Cada una de ellas presenta la cara visible de la corrupción. Puede parecer una afirmación dura, pero no es desmedida y hay que aceptarla si se quiere atacar a la causa madre, la que sostiene a todas las demás. (O)