Todos creían que la Canción de los Andes era suya. Que nadie la podía cantar, excepto ella. Que nadie, nunca, la podrá cantar así. Con toda el alma. Con todo el cuerpo. Con cincuenta y cinco años de trayectoria artística. Tantos llantos, sobre el escenario y en los ojos del público. En realidad, la Canción de los Andes fue escrita por Carlos Alemán y compuesta por Constantino Mendoza en 1929, pero solo con el paso del tiempo apareció la voz que la convirtió en símbolo del Ecuador. Paulina Tamayo (1965 - 2025) fue esa voz.
Ya todos saben la historia de su vida y de su muerte: concursos ganados, festivales a uno y otro lado de la frontera, Ernesto Albán (Evaristo Corral y Chancleta), radios y aplausos. Albazos, pasillos, yaravíes y pasacalles. Decía que el músico ecuatoriano que más admiraba era Olimpo Cárdenas y que sus padres la criaron escuchando a Carlota Jaramillo (dulzura y reina de la música, me dijo), el dúo Benítez y Valencia (alcanzó a cantar con Gonzalo Benítez), sus adorados Miño Naranjo y Julio Jaramillo. A lo largo de su vida, admiró a las hermanas Mendoza Suasti, las López Ron, Fresia Saavedra y Lilliam Suárez.
Alguna vez pregunté si consideraba, como Humboldt, que los ecuatorianos nos alegramos con música triste. “Nuestra música es sentimental, antes que triste”, me dijo, y puso como ejemplo las bombas, alegres y llenas de letras sentimentales, como la Carpuela. Luego, con su voz que era un milagro, cantó: “Ya no puedo vivir en este carpuela/ porque todo lo que tenía se llevó el río”. Fueron segundos de un sentimiento profundo.
Chabuca Granda, cuando Paulina tenía 9 años, la escuchó cantar el pasillo Rebeldía, de Víctor Nieto, y lloró. Le dijo a su madre que la niña no era una estrella, pues las estrellas son fugaces: “Es un astro, un astro de la canción, y este astro va a sacar muchas lágrimas”. Pensé en ese vaticinio cuando vi su multitudinario funeral. Había muerto un astro y sacaba tantas lágrimas. Me había dicho que Dios no le había dado la virtud de la escritura, pero que cantaba las canciones que había creado su madre, María Luisa Cevallos Paladines, lojana. “De pronto soy lo que mi madre en su momento no pudo ser”, mencionó.
Nunca le conté, creo, que a lo largo de un recorrido en las montañas de Cachemira llegué a un descampado desde el que contemplé la inmensidad inasible de la cordillera Himalaya. Me sentí diminuto y completo. Recordé que yo había nacido al otro lado del mundo, también entre montañas. Y puse, en mi teléfono, la Canción de los Andes. Fue una experiencia sentimental, antes que triste. Y allí, en las alturas, la voz de Paulina Tamayo me recordaba, con un yaraví, quien era.
Por cierto, es una canción sobre una madre que llora la ausencia de su hijo, que se ha ido, ya sea porque murió o simplemente no vuelve.
Paulina Tamayo casi siempre lloraba con esa canción. Quizá porque es una canción sobre las grandes pérdidas y el paso del tiempo, sobre la soledad y el destino. Quizá también es una canción sobre el Ecuador y su extraña existencia. Hay algo que perdimos para siempre y que ya no volverá. Pienso que Paulina Tamayo sabía qué era ese algo. (O)