Decir que toda elección termina en un triunfo y en una derrota es una perogrullada. Pero, conviene acudir a ella cuando, por diversas razones, las explicaciones del resultado ponen el énfasis en el un aspecto o en el otro. Es lo que se vio a lo largo de la semana, cuando unos análisis destacaban los aciertos que le dieron el triunfo a Guillermo Lasso y otros resaltaban los errores que llevaron a la derrota de Rafael Correa (opiniones claramente minoritarias tomaron en cuenta a Andrés Arauz, que fue quien constaba en la papeleta). Las dos perspectivas son válidas. El acento en la una o en la otra depende de lo que dicte la situación.

En este caso, la situación aconseja poner la atención en la derrota, ya que al ser la primera que sufre el correísmo en catorce años es inevitable que se la considere como un punto de quiebre y que surjan interrogantes sobre el futuro de esa tendencia política. En ese aspecto, las opiniones se dividen entre quienes consideran que se trata solamente de un traspié electoral y quienes lo ven como el fin de un ciclo. Sobra identificar las posiciones políticas que están detrás de cada una de esas interpretaciones, pero sí cabe señalar que quienes sostienen la última deben estar dispuestos a recibir un baldazo de agua helada si no se preocupan de entender la esencia del correísmo. Su error es considerarlo exclusivamente como la expresión electoral de lo que livianamente califican como populismo y en creer que excluido el caudillo se elimina el fenómeno.

Este caudillismo, como todos los que han poblado América Latina, se origina en varias causas, entre las que se destacan tres. Primera, la presencia de una enorme proporción de la sociedad con necesidades básicas insatisfechas, que puede caer fácilmente en la manipulación de las redes clientelares y en el discurso demagógico. Segunda, el surgimiento de un líder carismático que, con clamor de venganza, inflama las fibras más sensibles. Tercera, la ceguera de unas élites que, de espaldas a esa realidad, nunca se preocuparon de entender a uno de sus ideólogos que decía que el destino individual está indisolublemente unido al de su circunstancia. Por esa complejidad del fenómeno, la sola exclusión del líder y su derrota en una elección no pueden entenderse como el fin de su ciclo.

Hay dos casos ilustrativos al respecto, el de Bucaram en Ecuador y el de Perón en Argentina. La exclusión del primero significó efectivamente el final de su carrera política. Al contrario, Perón pudo volver de su exilio dorado para morir en la presidencia.

Alentados por el triunfo de Lasso, quienes creen posible que para cerrar el ciclo basta repetir la experiencia de Bucaram, olvidan que sus redes quedaron intactas y cambiaron múltiples veces de nombres para alimentar a los diversos populismos que siguen poblando la política nacional. El exilio panameño no extinguió las causas de fondo, solamente dejó un nombre fuera de la papeleta electoral. Esa mirada miope puede llevar más fácilmente a repetir la experiencia peronista en que la sociedad, sus élites empresariales y sus dirigencias políticas, dieron certificado de normalidad a una situación anómala. Quieren un Bucaram, pero lo más probable es que consigan un Perón. (O)