El debate sobre el Yasuní ha sido históricamente presentado como un dilema entre economía y conservación. Sin embargo, esta dicotomía es demasiado superficial para comprender lo que realmente está en juego. El verdadero análisis de costo-beneficio no puede limitarse al ingreso fiscal inmediato ni al volumen de barriles explotables. Debe incluir valores éticos, costos geomecánicos invisibles y beneficios ecosistémicos cuya pérdida sería irreemplazable. El Yasuní no solo se defiende por su biodiversidad o por su simbolismo cultural; también por lo que ocurre bajo sus raíces, en el subsuelo que habla y que pocas veces escuchamos.

Durante décadas, Ecuador ha ponderado los beneficios económicos de la extracción petrolera: empleo, divisas, financiamiento público. Pero la ciencia advierte que estos beneficios conviven con efectos subterráneos que rara vez entran en el cálculo público. La extracción de hidrocarburos altera las presiones internas del reservorio, modifica el soporte mecánico de las rocas y puede generar tres fenómenos significativos: microsismicidad inducida, subsidencia y alteración del equilibrio mecánico local. Estos procesos no desplazan placas tectónicas, pero sí reconfiguran dinámicas delicadas del territorio.

En un ecosistema tan frágil como el Yasuní, estas alteraciones tienen un peso mayor. Los suelos saturados, las capas sedimentarias inestables y la hiperdiversidad biológica multiplican la vulnerabilidad ante cualquier perturbación. Un hundimiento de pocos centímetros puede alterar drenajes naturales; una microsismicidad recurrente puede modificar rutas de agua subterránea; una redistribución de esfuerzos geomecánicos puede comprometer la integridad de zonas donde viven pueblos en aislamiento voluntario. Estos son costos reales, aunque silenciosos, que rara vez aparecen en las hojas contables del Estado.

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Frente a ello surge una pregunta central: ¿qué entendemos por beneficio? Si solo lo definimos como ingreso económico inmediato, la respuesta parecería obvia. Pero cuando incluimos valores, como la protección de culturas originarias, la preservación de un patrimonio biológico único y la responsabilidad intergeneracional, la ecuación cambia profundamente. Los beneficios ecosistémicos del Yasuní, desde la regulación climática hasta la reserva genética, no se pueden monetizar sin empobrecer su significado. La ética ambiental contemporánea sostiene que hay bienes cuyo valor es intrínseco, no negociable. El Yasuní es uno de ellos.

El análisis de costo-beneficio debe entonces ampliarse: incluir el costo de alterar el subsuelo, el costo de perder resiliencia ecológica, el costo de comprometer la seguridad de comunidades aisladas y el costo de hipotecar un ecosistema cuya recuperación supera cualquier ciclo económico. A su vez, debe incorporar beneficios no financieros: reputación internacional, alternativas de desarrollo basadas en ciencia y bioeconomía, y la capacidad de un país para actuar guiado por principios, no solo por urgencias fiscales.

Ecuador enfrenta una decisión que revela quiénes somos como sociedad. (O)

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Jorge Ortiz Merchán, máster en Economía y Políticas Públicas, Durán