Se supone que las leyes penales se hacen partiendo de la realidad histórica de la sociedad, con el objeto de instruir a los ciudadanos (de manera forzosa y bajo la amenaza de una pena) sobre las normas de comportamiento que deben observar, como no robar, no matar, etc.

Sin embargo, el desarrollo social supera siempre el trabajo legislativo que se queda rezagado ante la realidad cambiante y, por esta razón, las reformas penales debatidas al apuro son inútiles o absurdas y la mayoría llegan tarde, aparte del ingrediente político que todo lo corroe. La legítima defensa es un caso de estos. El concepto tradicional y los presupuestos que por siglos ha tenido son inservibles en una sociedad tan violenta como la nuestra, pues según como está estructurada hay que tener un doctorado en teoría del delito para entender cómo funciona y cómo se aplica, lo que impide su uso y pone en desventaja al ciudadano que quiere defenderse contra un delincuente que está dispuesto a herirlo o matarlo. Peor es para los agentes de policía, que tienen que cumplir muchos más requisitos para desenfundar su arma y defenderse ellos o a la ciudadanía, aparte que luego terminan enjuiciados o presos por la complejidad de la institución y –no hay que negarlo– por la mala actuación de uno que otro funcionario judicial que no la termina de entender. La legítima defensa debe actualizarse y ser preventiva más que reactiva. No puede exigirse la agresión previa, porque entonces ya no sirve para nada, y la racionalidad debe ser cambiada por necesidad. Si el Gobierno quiere contribuir a la protección de la ciudadanía, este es un mejor camino que crear delitos sin ton ni son, como hicieron los anteriores. (O)

Carlos Cortaza Vinueza, abogado, Guayaquil