La imagen del sacerdote suele asociarse con fortaleza espiritual y capacidad de sostener a otros en momentos de dolor. Sin embargo, olvidamos que ellos también son personas, con emociones, sufrimientos y necesidades. La salud mental de los sacerdotes es un tema del que se habla poco y que, cuando finalmente se visibiliza, suele ser en circunstancias trágicas que conmocionan a la sociedad.

Escribo estas líneas a raíz de una noticia que ha recorrido medios internacionales. El pasado 5 de julio, en la localidad de Cannobio (Italia), falleció el padre Matteo Balzano, un joven sacerdote de 35 años que, según confirmó la diócesis de Novara, se quitó la vida en su residencia. Sus feligreses lo describían como un hombre cercano y entusiasta, que pocos días antes había organizado actividades juveniles. Su muerte ha despertado un dolor profundo y también preguntas necesarias: ¿qué tanto sabemos del sufrimiento silencioso de quienes acompañan a otros?, ¿por qué sigue siendo un tabú que un sacerdote reciba ayuda profesional?

La depresión es una enfermedad cerebral, no un problema espiritual. En mi experiencia como psiquiatra, durante mi formación en la Clínica Universidad de Navarra, atendí a seminaristas y sacerdotes que acudían con total naturalidad a consulta psiquiátrica. Allí, el cuidado de la salud mental era algo normalizado. Nadie cuestionaba su fe ni su vocación por recibir tratamiento médico. Se entendía que la medicina y la psicología son instrumentos legítimos para sanar el sufrimiento emocional.

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La depresión no es falta de voluntad ni de fe. Tampoco desaparece “echándole ganas” o rezando más. Aunque la espiritualidad puede ser un factor protector, como muestra un estudio publicado en Frontiers in Psychology, estas prácticas son un apoyo y no sustituyen el tratamiento profesional. La Eucaristía no reemplaza a un psiquiatra ni a un psicólogo. Dios, que nos creó con cuerpo, mente y espíritu, también nos da la ciencia médica como recurso de sanación. Pensar que todo depende solo de la oración puede ser peligroso.

El suicidio es un problema real que afecta a todas las edades y profesiones. En Ecuador, es la principal causa de muerte entre jóvenes, por encima de los homicidios. Este dato debería conmovernos y llevarnos a reflexionar como sociedad. Si esto ocurre en la población general, ¿por qué creemos que los sacerdotes son inmunes al sufrimiento? El caso del padre Matteo nos recuerda que la soledad emocional y el cansancio profundo también habitan entre quienes entregan su vida a los demás.

Necesitamos reconocer que los sacerdotes pueden tener depresión, ansiedad u otros trastornos, y que pedir ayuda es un acto de responsabilidad y humildad. Las diócesis y comunidades religiosas deben ofrecer entornos seguros donde buscar asistencia no sea un tabú. Los fieles también pueden apoyar con gestos concretos: entablar relaciones de confianza, interesarse por su bienestar, invitarles a compartir una comida o escucharles sin prejuicio. Un sacerdote que siente la cercanía de su comunidad tiene más recursos emocionales para sostener su vocación. (O)

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Andrés Román Jarrín, médico especialista en psiquiatría, Samborondón