Corría el segundo semestre de 1983. Yo acababa de pasar un traumático divorcio, esos donde nadie es culpable, sino la inmadurez.

Al principio me tocó quedarme al cuidado de mis cinco pequeños niños, de entre 5 y 10 años de edad. Podrán imaginarse la dura tarea a la que me enfrentaba. Gracias a Dios, mis padres nos recibieron en su casa y así pude tener algo de ayuda de parte de dos eficientes nanas y, por supuesto, de mi santa madre. Pero a medida que pasaba el tiempo, mi madre iba dejando de ser santa, pues sus cinco nietos la volvían loca, literalmente.

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A los pocos meses, conocí a la que en el futuro cercano se convertiría en la madrastra de mis hijos. ¡Qué horrible palabra!, hasta su pronunciación es hiriente. Pero a mi madre no le hizo mucha gracia la susodicha. Las madres no necesitan una razón para no gustarle ninguna pretendiente de su ‘hijito’; ahí les aflora gratuitamente el más atávico sentimiento de sobreprotección. Como una chica de aquella época que tenía su frondosa cabellera con sus zambos colorados al sol, más al viento que bien peinados; por tal razón, cada vez que iba a recogerme a mi casa para dar un paseo (señales de los tiempos: la mujer busca al hombre), mi madre me decía, no sé si de cariño o enojada: “Roberto, te busca la pelona” (para la mayoría de los ecuatorianos, ‘pelón’ o ‘pelona’ significa todo lo contrario de lo que dice el diccionario. Para nosotros es tener mucho pelo). Yo le pedía que no le dijera así, que algún día iba a ser su nuera favorita. Y lo fue, porque prácticamente fue 12 años madre ajena de cinco de sus nietos y madre verdadera de tres nietos más. ¡Cómo no la iba a querer! Mi madre falleció hace ya quince años.

Mi esposa está luchando por su vida, como una leona, protegiendo lo que más ama. Pero en estos momentos de pérdidas y caídas, cómo añoro, y mi esposa también, cuando por su subversiva cabellera le decían “la pelona”, ¡ruego a Dios que pueda pronto volver a acariciar esos hermosos zambitos que tanto extraño! (O)

Roberto Montalván Morla, músico, Guayaquil