Este 26 de septiembre celebramos el Día de la Bandera Nacional, ese estandarte que no es solo un pedazo de tela, sino el corazón palpitante de nuestra identidad. La bandera del Ecuador flamea como símbolo de libertad, resistencia y esperanza en medio de un tiempo en el que la nación se debate entre desafíos sociales, políticos y económicos.

El amarillo nos recuerda la riqueza de nuestra tierra fecunda, la abundancia de un país diverso que aún guarda tesoros en su suelo y en su gente; el azul nos conecta con el cielo y el mar que abrazan nuestras fronteras, invitándonos a soñar y a pensar en grande; y el rojo inmortaliza la sangre derramada por quienes lucharon por un país libre y soberano, recordándonos que la libertad nunca fue un regalo, sino una conquista.

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¿Otra constituyente?

Hoy, nuestra juventud observa esa bandera con ojos distintos: algunos con orgullo, otros con escepticismo. La política actual, con sus tensiones, corrupción y promesas incumplidas, muchas veces debilita la confianza en las instituciones. Sin embargo, la bandera sigue siendo un llamado superior: nos invita a rescatar el sentido de unidad que tanto necesitamos.

La juventud ecuatoriana no debe conformarse con ser espectadora, sino protagonista del cambio. La bandera nos recuerda que somos herederos de una historia de lucha y que está en nuestras manos escribir un futuro más digno, transparente y justo.

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La verdadera política se está perdiendo

Frente a la polarización política y a la crisis social, levantemos la mirada hacia la bandera como símbolo de lo que aún nos une. Que el amarillo no sea solo riqueza natural mal administrada, que el azul no sea solo distancia entre regiones y ciudadanos, que el rojo no se repita en nuevas heridas de violencia y división.

Porque mientras la bandera de nuestro Ecuador flamee en lo alto, flameará también la esperanza de un país que nunca se rinde. (O)

Carlos L. Sánchez Pacheco, docente, Guayaquil