Hay que reconocer que la esperanza de una nueva era en la historia de la humanidad descansaba en ese escenario internacional que se reconfiguró con el fin de la Guerra Fría y, por ende, la ausencia temporal –que esperábamos fuera definitiva– de la tradicional rivalidad entre grandes potencias.

A lo largo del tiempo, la lucha entre las grandes potencias por influir, enriquecerse, monopolizar la seguridad, imponer un estatus e, incluso, factores como el honor fueron la fuente principal de conflicto. Durante la Guerra Fría, que tuvo una duración de más de 40 años, se limitó la confrontación a las dos superpotencias que la articularon bajo una visión rígida de un orden bipolar; orden que socavó, incluso, la evolución normal o tendencia natural a emerger de otras potencias de distinto nivel y capacidad.

En cuanto la Unión Soviética se desmoronó (1991), emergió como única potencia los Estados Unidos. Rusia estaba debilitada, con una moral afectada, una política interna convulsa, su economía en liquidación y su poder militar en drástico declive. China, tras los sucesos de Tiananmen, quedó aislada e introversa, con un incierto futuro económico y un Ejército que, evidentemente, no estaba preparado para la guerra moderna y la alta tecnología que implicaba. Japón –naciente superpotencia económica de los años 80– sufrió, en 1990, un desastroso desplome vinculado a los mercados bursátiles, entrando a una década de recesión económica. India –actual potencia emergente– aún no había iniciado su propio levantamiento económico, y Europa marcaba su impronta con base en un férreo rechazo a la política de fuerza y buscaba un mejor futuro en el perfeccionamiento de sus instituciones posmodernas.

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En ese contexto, Henry Kissinger (de Estados Unidos) y otros observadores geopolíticos realistas advirtieron en ese momento que ese conjunto de circunstancias no podría durar, que el antagonismo internacional formaba parte del ADN del humano y que esa naturaleza, más temprano que tarde, surgiría y se haría presente.

Ese escenario permitió a académicos e incluso gestores de la política internacional afirmar que esta pax americana pronto se ajustaría a una multipolaridad global. La humanidad entró al siglo XXI teniendo que dar razón a los realistas, cuya comprensión más clara de la naturaleza inmutable de los seres humanos dejó entrever que el mundo asistió no a una transformación, sino a una mera pausa en la interminable rivalidad entre las naciones y entre los pueblos.

El fin del siglo XX fue la base temporal en la cual las rivalidades se fueron evidenciando una a una, mientras las potencias emergentes fueron apareciendo o reapareciendo en escena. China e India despegaron implementando fases de crecimiento económico sin precedentes, que fueron de la mano de una gradual pero sustantiva capacidad militar, tanto convencional como nuclear.

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Por su lado, Japón, a inicios del siglo XXI, experimentó una recuperación económica y se encaminó a asumir un papel internacional más activo, tanto en lo diplomático como en el militar. Rusia no se quedó atrás; con un reboot económico alcanzó un crecimiento sostenido con base en la explotación de sus enormes reservas de petróleo y gas natural.

Hoy, como espectadores, vemos una nueva reconfiguración del poder que está modificando el orden internacional. En palabras de Rosalie Chen, en su artículo aparecido en la Revista de China Contemporánea (n.º 35, mayo de 2003, p. 287), estamos frente a un mundo de una superpotencia y algunas grandes potencias. En este nuevo escenario, el nacionalismo y las naciones mismas, lejos de debilitarse por la globalización, han vuelto con pujanza.

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Los nacionalismos étnicos siguen activos, pero lo más impresionante es el retorno del chovinismo reconfigurador, a través del cual, en vez de un nuevo orden mundial, los intereses enfrentados y las ambiciones de las grandes potencias están gestando y desarrollando nuevas alianzas y contraalianzas, en complejos bailes diplomáticos que sorprenden en cuanto a las parejas que se forman.

Asimismo, se está provocando líneas de fractura geopolítica en aquellos espacios donde se traslapan y entran en conflicto las ambiciones de las grandes potencias, provocando que entren en erupción los episodios sísmicos del futuro. (O)

Luis Narváez Ricaurte, Ph. D. en Ciencias Políticas y doctor en Jurisprudencia, Quito