Es verdad que nuestro país no es ni el primero, ni el último, que tiene que enfrentar situaciones adversas propiciadas tanto por el hombre, como por la bendita naturaleza. Nuestra sociedad no es ni la mejor, ni la peor, cuando se trata de enfocar problemas de carácter social, económico, político, ético o moral. Y, a pesar de esta valoración objetiva y con retrospección histórica, seguimos pensando y proclamando que nuestro Ecuador es lo último; que no tenemos héroes verdaderos; que nuestros artistas son los peores; que nuestra música no vale, etcétera.
¿Realmente queremos un país mejor?
Sin comulgar con esas ideas y expresiones pesimistas y peyorativas contra nuestra esencia de ciudadanos ecuatorianos, sí hay que reconocer que nos hemos acostumbrado a vivir en una vorágine de cosas absurdas como que el respeto por los demás y por nosotros mismos se ha quedado empolvado en los textos de uso olvidado por parte de la gran mayoría. Nos hemos acostumbrado a la mediocridad en todos los ámbitos. Hacemos gala de la conformidad con lo más fácil y lo más cercano, sin que esa condición sirva como referencia para la superación de las nuevas generaciones.
En este reino de las cosas absurdas vemos con asombro cómo una gran cantidad de personas ávidas de renombre, reconocimiento y elogios que no han podido lograr a base de méritos auténticos, buscan el tratamiento de “doctores” que no les ha concedido la academia, pero sí lo lograron a cambio de un pago ilícito a una organización no autorizada para extender el título honorífico.
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Un plan maestro de electricidad
Nos llenamos de oropel y parafernalia para destacarnos como no lo hemos podido hacer en el tiempo y en el espacio justo y adecuado. Claro está que el “doctor” o la “doctora” se lucen ante sus amigos y vecinos, pero el daño social que se ocasiona es la devaluación inexorable de un título académico u honorífico que antes sí tenía un elevado valor ético, moral y social.
Asimismo, las distinciones que tienen origen en la institucionalidad estatal pasan a tener el valor de un papel de despacho que es conseguido por compadrazgos y compromisos personales o políticos, lo cual termina en el plano de la corrupción.
Los divos y las divas de nuestro mundo farandulero no se quedan atrás tampoco. Antes, un divo o una diva eran personajes de la talla artística y de prestigio, pero en nuestro medio a cualquiera ya se lo cataloga como “divo”. Estamos viviendo en el reino de lo absurdo. (O)
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Enrique Álvarez Jara, periodista jubilado, Guayaquil