El matrimonio es una etapa de nuestras vidas donde el amor pasa de ser teoría a la práctica diaria. Es el momento en que se terminan “las mariposas en el estómago” o la “cortina de humo” que cegaba la conciencia. El ser humano se muestra tal como es: sin filtros ni maquillaje emocional.

La sociedad enseña a idealizar el matrimonio como un premio o trofeo tras una maratón. Pero la realidad es distinta: nadie nos enseña a casarnos. Aprendemos a gatear, caminar y correr, a estudiar y trabajar, pero jamás a convivir las 24 horas del día con otro ser humano, con diferencias de temperamento, costumbres, heridas e inseguridades. Casarse es, quizás, la decisión más importante de nuestras vidas.

Mueve el cuerpo y aquieta el alma

La mayoría se casa por ilusión, presión social o miedo a “quedarse en la percha”. Sin embargo, la convivencia demuestra que amar no es solo sentir, sino aprender a construir juntos. La pareja debe dar su lugar con sinceridad, amor, respeto y dignidad, ofreciendo un espacio en su vida con responsabilidad afectiva y sin ausencia emocional.

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Erróneamente, las personas creen que el matrimonio cambia a la gente. Más bien revela lo que ya estaba dentro: el ego, la impaciencia, la soberbia, la vulnerabilidad, el miedo, la envidia o el orgullo. Nadie lo admite, pero es real.

La vida es cambio

El matrimonio no es el final de un cuento, es el inicio de la verdad. Allí se cae la máscara, aparece la humanidad y se define el amor real. No existe el matrimonio perfecto, pero sí el consciente: aquel donde dos personas se unen poniendo a Dios en la mitad, bendiciendo su unión conyugal. El propósito no es solo compartir una vida, sino elegirse todos los días.

Finalmente, cuando dos almas aprenden a verse con los ojos de Dios, esa energía divina trasciende y bendice el matrimonio. (O)

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Julián Barragán Rovira, magíster en Management Estratégico, Guayaquil