Vivimos en una sociedad donde, con frecuencia, cometemos el error de idealizar a las personas, confiando en primeras impresiones o, peor aún, en construcciones que nos hacemos en la mente.

Humeante herencia maldita

Este fenómeno, común tanto en relaciones románticas como en amistades, lazos familiares o ambientes laborales, puede ser el origen de muchas decepciones. Pero, ¿quién es realmente culpable de estas decepciones? ¿La otra persona o nosotros mismos por sobreestimar lo que no debíamos?

Es cierto que muchas veces queremos clasificar a quienes nos rodean, asignándoles roles y expectativas que, en ocasiones, no se ajustan a la realidad. El problema surge cuando esas personas, sin cumplir con nuestras expectativas, nos demuestran que no eran quienes creíamos. Es un golpe a la confianza, sí, pero también es una oportunidad de aprendizaje.

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Es importante no caer en el error de creer que todos a nuestro alrededor cumplirán con nuestras expectativas.

La mano invisible y las interpretaciones

La vida es un constante ejercicio de ajuste, de entender que la idealización es una forma de proyectar lo que queremos ver, en lugar de aceptar lo que realmente es.

Y en este proceso, el carácter se moldea, las barreras se levantan y las decepciones, en vez de debilitarnos, nos fortalecen. No es cuestión de vivir desconfiados, pero sí de tener presente que, a veces, quienes nos decepcionan lo hacen sin quererlo, simplemente porque nuestras expectativas eran demasiado altas.

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En lugar de idealizar, tal vez el enfoque debería estar en mejorar nuestras propias acciones y en ser la mejor versión de nosotros mismos. Porque, como bien se dice: “la primera impresión es la que cuenta”. No podemos controlar cómo los demás nos perciben, pero sí podemos hacer que esa percepción esté lo más cercana posible a nuestra verdadera esencia.

Javier Milei y las verdades verdaderas

La realidad es que la sociedad está llena de prejuicios. Sin tomarse el tiempo de conocernos a profundidad, muchos deciden quedarse con una versión distorsionada de quienes somos. Esto es un reflejo de una cultura que prefiere simplificar la complejidad humana. Pero es nuestra responsabilidad, como individuos, no caer en ese mismo error. Debemos enfocarnos menos en juzgar a los demás y más en construir un entorno donde nuestras acciones hablen más fuerte que las percepciones erróneas.

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En definitiva, las relaciones –ya sean personales, familiares o laborales– no deben idealizarse. Hay que aceptarlas por lo que son, con sus imperfecciones y altibajos. Solo de esta forma podremos vivir sin las cadenas de la decepción constante, aprendiendo a valorar lo real sobre lo idealizado. (O)

Marie Claire Weber Gómez, abogada, Guayaquil