Según el filósofo, político y jurista francés Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), en su obra El espíritu de las leyes (1748), aboga por la separación de poderes del gobierno dentro de un Estado, es decir, su teoría divide al gobierno en tres ramas independientes (legislativa, ejecutiva y judicial) con poderes y responsabilidades separadas para evitar el abuso de poder y proteger la libertad individual.
La teoría de Montesquieu es ideal y se ajusta a sociedades en donde debería prevalecer, ante todo, el Estado de derecho, es decir, donde todos los ciudadanos e instituciones dentro de un país respondan exactamente de conformidad con la Ley públicamente vigente; sin embargo, el comportamiento y los hechos ejecutados por los citados actores no siempre están acorde con lo que debería representar en democracia un Estado de derecho.
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En una sociedad que se precie por ser democrática se necesita que los poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) sincronicen sus actos administrativos y jurídicos para lograr la consecución de los fines que deben orientarse hacia el bienestar común de la ciudadanía; no obstante, en nuestro país, los actos ejecutados por cada uno de los poderes del Estado parecen tener una lectura completamente diferente para el tratamiento de temas tan importantes y apremiantes como el combate a los grupos de delincuencia organizada, la corrupción y el narcotráfico, en donde deberían primar la unidad de fuerza, la sensatez y el sentido común para liberarnos del yugo delincuencial y hacer prevalecer la justicia.
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Resulta que en nuestro país, por obra y gracia de la aplicación de la Constitución vigente desde el 20 de octubre de 2008, se estructuraron cinco funciones del Estado: las funciones Legislativa, Ejecutiva, Judicial, Transparencia y Control Social y la Electoral; no obstante, de haber transgredido la genialidad de Montesquieu, todos y cada uno de los representantes de estas cinco funciones del Estado han sido y son sujetos de juicios políticos y destitución, incluido el presidente de la República.
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Sin embargo, en oposición a lo descrito, en esta misma Constitución aparece no como función del Estado, sino como el máximo órgano de control, interpretación constitucional y de administración de justicia en esta materia, la Corte Constitucional, cuyos miembros no están sujetos a juicio político ni pueden ser removidos por quienes los designan, es decir, son inmunes a cualquier acto de control político, aunque ellos ejercen funciones de juzgadores de actos jurídico-políticos del Estado.
Así como muchas otras, tamaña aberración debe de ser inmediatamente eliminada de nuestra Carta Magna; caso contrario, se impone desde ya una Asamblea Constituyente, con el fin de redactar una nueva Constitución, que garantice derechos no para los delincuentes, sino para los ciudadanos de bien. (O)
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Víctor Gavilánez Castro, economista, Guayaquil