Cuando nos conectamos a una red wifi pública y no segura, corremos riesgos, como que nuestros datos pueden ser robados, o que nuestra información puede ser expuesta, y sin darnos cuenta podemos abrirle la puerta a amenazas silenciosas. Lo mismo ocurre cuando permitimos conexiones personales que no nos cuidan, que no nos respetan, que nos lastiman de una u otra forma, o que simplemente no nos hacen bien.

Así como aprendemos a proteger nuestros dispositivos electrónicos (celulares, computadoras o tablets) con antivirus, contraseñas y conectándonos a redes seguras, también deberíamos proteger nuestro corazón, nuestra mente y nuestra energía emocional de cosas que no nos harán bien. No todas las conexiones son buenas, y no todo lo que parece accesible y rápido vale la pena.

A veces, por miedo a la soledad o por costumbre, nos conectamos con personas, ideas o entornos que nos drenan, que nos confunden o que nos hacen dudar de nuestro propio valor. Como una red débil, esas conexiones se caen cuando más las necesitamos o nos llenan de interferencias que nos impiden pensar con claridad.

Publicidad

En cambio, cuando elegimos relaciones genuinas, conversaciones honestas y vínculos que aportan, todo cambia. Es como estar conectados a una red estable, segura, rápida y confiable. Nos sentimos tranquilos, protegidos, sostenidos. Nuestras ideas fluyen mejor, nuestras emociones se regulan y, lo más importante, nuestro espíritu se siente en casa.

Buscar y cuidar conexiones nutritivas no es un lujo, es una forma de autocuidado. Es tan vital como actualizar el software de nuestro teléfono o computadora o elegir una buena contraseña para nuestras redes sociales o correos electrónicos. Requiere intención, límites y, a veces, la valentía de desconectarse de lo que no suma. (O)

Paula Pettinelli Gallardo, Guayaquil