Una lástima que Richard Jewell, la interesante película que Clint Eastwood estrenó el año pasado, no haya corrido mejor suerte entre el público y la crítica. La despreciada clase obrera de Estados Unidos parece no tener hoy el más mínimo interés para nadie. No es un secreto que el sur y el medio oeste estadounidenses representan áreas particularmente despreciadas del país sobre cuyas poblaciones cae con frecuencia toda la fuerza del estereotipo del gringo pobre: “rednecks” (nucas rojas), “white trash” (basura blanca), etcétera. El cine de Eastwood está lleno de estos perdedores: desechos sociales que son insistentemente ridiculizados por una industria cultural que es implacable con ellos. Los liberales y progres del este y del oeste pueden llamarles de todo en la televisión o en las redes sociales y nadie dice nada (basta contar cuántas veces en sus programas gente como Bill Maher utiliza los términos "basura blanca" o "redneck" ante el aplauso y las carcajadas de su audiencia).

Hay gente que piensa que lo que se llama "basura blanca" es más una ideología o una actitud hacia la vida antes que una realidad socioeconómica. Creen, además, que "basura blanca" y "privilegio" son términos intercambiables. La verdad es que la "basura blanca" es una parte del residuo industrial como cualquier otra: aquello que se filtra y tira una vez que se la separa del segmento útil del proceso productivo. Son grupos particularmente sensibles a los recortes en sanidad y en educación, gente que termina presa de charlatanes y lunáticos que los manipulan explotando sus frustraciones y les prometen cosas que saben que no van a cumplir.

Cuando se habla de los problemas de Estados Unidos (racismo, machismo, xenofobia), todos muy reales y muy dolorosos, rara vez se escuchan mencionar los problemas de regionalismo y de clase, que son dos de los más graves. El término "redneck", por ejemplo, es particularmente cruel: se refiere a la nuca, achicharrada por el sol, del blanco pobre que trabaja la tierra.

No es cierto que políticos como Trump (que no tiene nada que ver con esta gente, pero que recibe los réditos de sus votos) hayan mejorado sus condiciones de vida. Como lo ha mostrado muy bien el cine últimamente, son grupos que lo pasan muy mal, en la base de la pirámide social que comparten con otros grupos de pobres y excluidos: afroamericanos y asiáticos inmigrantes (ver American Factory, también estrenada el año pasado), nativos americanos (Hell or High Water), latinos (Florida Project).

En Richard Jewell se ven gran parte de estos prejuicios en acción. Un tipo salva a una multitud de una bomba en los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996. En un primer momento, se celebra al héroe. Poco después, ante la imposibilidad de hallar al culpable rápidamente, el gobierno y los medios empiezan a sospechar del mismo héroe. Al principio se les pasa por alto; pero enseguida se dan cuenta de que aquel hombre es en verdad un elemento demasiado valioso como para ser desperdiciado: un “redneck” obeso, treintañero y sureño, un amante de los dónuts y de las armas, un pobre diablo que sobrevive con su madre ganando un sueldo de miseria y que encaja perfectamente en el perfil de la frustración y la amargura asesinas.

A pesar de no tener ninguna prueba contra él, el FBI trata obsesivamente de incriminarlo. Después de todo, Richard Jewell es un perdedor ideal, una basura incómoda de aquellas que la sociedad estadounidense puede barrer con facilidad y esconder bajo la alfombra para evitar tener que mirarla. La película acaba relativamente bien y al final el protagonista no termina en la cárcel, pero el mal sabor queda y Richard Jewell muere completamente olvidado del mismo mal del que suelen morir los gringos pobres: el infarto al miocardio.

Los perdedores de las películas de Eastwood (un director también vilipendiado por ser conservador y tener armas en casa) suelen moverse en aquel caldo de cultivo que abraza a los populismos y a las ideologías radicales. Su cine lleva años mostrando la polarización de la sociedad estadounidense y el desprecio que las élites de las costas californianas y neoyorquinas sienten hacia una clase obrera blanca cada vez más empobrecida y frustrada. Las conclusiones a las que podemos llegar luego de ver la película están más o menos claras: mientras no se busque una reconciliación nacional de verdad, los problemas de racismo o xenofobia van seguir existiendo y demagogos como Trump no van a dejar de aparecer. Se equivocan de mala manera los que piensan que el trumpismo ha sido solo una moda pasajera. (O)