Me he tardado más de 20 años, más de las tres cuartas partes de mi vida, en retomar este trayecto. En aquella ocasión era un niño. Mis padres, ilusionados ante la perspectiva de esta primera aventura de su hijo, me compraron una bolsa de dormir. Es de color azul. Todavía la conservo y me ha acompañado a otras acampadas. Mi abuela Jona había decidido enviarnos, a mi tío Alex y a mi, a una excursión de verano al volcán Ilaló. Recuerdo la fogata en la noche, la inédita sensación del fuego en mis manos y mi rostro, la ilusión ante la posibilidad de llegar a la cima de la montaña al día siguiente. Recuerdo la larga marcha por el camino de cruces. Y recuerdo, también, la desilusión. Debía de tener alrededor de 5 años. Los niños pequeños sólo íbamos a hacer una pequeña parte del recorrido. La cumbre tendría que esperar algunas décadas más.

Es el 1 de enero del 2021. Una pandemia ha diezmado a la humanidad. En este tiempo, desde mi primer intento de ascender a este cerro, casi todo ha cambiado. El sucre fue sustituido por el dólar. Mis bisabuelas murieron. Mi abuela materna murió. Un día, al final de los noventa, un apocalíptico hongo de ceniza apareció sobre el volcán Pichincha. Gobiernos cayeron, uno tras otro. Una satrapía gobernó al Ecuador durante una década. Me gradué de abogado. Me dediqué a la escritura. Tuve todo tipo de tropiezos. Y quizá el país no ha cambiado tanto. Los cerros siguen allí. En todo eso pienso cuando llego a La Merced. Todavía soy joven, pero quizá me he tardado demasiado en cumplir con esta meta antigua. Somos cuatro personas. Entre ellas está David Vásquez, educador, místico y compañero de otras aventuras. La mañana se percibe fresca. En unas horas más estaremos, espero yo, sobre los 3.161 metros de altura de este volcán inactivo y erosionado.

Los zapatos que uso son fabulosos. Se adhieren a las piedras, protegen mis tobillos, me permiten estabilidad cuando todo, sobre todo la tierra o el lodo, se desmorona. En algunas horas más, pienso, empezará a dolerme la rodilla izquierda. O las dos rodillas. Debí haber iniciado a explorar las montañas del Ecuador, me digo, antes de sufrir tantos dolores en los ligamentos. Cuando el cuerpo era de caucho. El olor al eucalipto, o los sorbos de mi té de coca, me ayudan a despejar los mareos que la agitación me provoca: no creo que sea el soroche, o sólo el soroche, sino el uso de esta mascarilla y el cansancio, luego de meses de encierro. Poco a poco, mientras la vegetación verde de la montaña lo envuelve todo, o cuando aparece el valle inmenso rodeado de los volcanes bajo el sol, mi mente se despeja. Este paisaje es como meditar, como meditar hondamente. Como ver hacia adentro. Cuando, bien arriba, siento que me va a dar un calambre, Vásquez me enseña un ejercicio de estiramiento. El calambre no se da.

Quizá subir al Ilaló, el 1 de enero, es un rito. En la vida hay ritos, y muchas veces con los ritos hay montañas: la Mola y el macizo de Montserrat en Cataluña, los Himalayas en la India y Nepal. Sí, son los ritos. La puesta en marcha del mito. Esta vez mi tío Alex no me acompaña. Pero él me ha acompañado en todos los ritos importantes de mi vida. Sobre todo el 19 de abril, su cumpleaños, y el 21 de marzo, Día Mundial del Síndrome de Down, cuando en su honor me pongo medias distintas en cada pie. En alguna ocasión, en el bosque Polylepis de Carchi, en el rito de ver mi vida bajo el influjo del San Pedro, la imagen más clara y más poderosa era mi tío Alex. Él siempre ha sido esa imagen, la permanente, más que la escritura, más que el lenguaje. Este 1 de enero está en su casa, cada vez más lejos del lenguaje. Mi tío Alex, comprendo, se está convirtiendo en cerro. Lentamente se va haciendo montaña. No puedo retomar, tantos años después, la exploración de la Cordillera de los Andes sin escribirle esta columna a él, que no la va a leer, que no la necesita.

El olor a las vacas y caballos, la hierba mojada, el sol. Flores de chocho. De repente, estas horas, ascendiendo al Ilaló, tienen sentido. Parece una montaña tan pequeña, pero es un error subestimarla. Es un volcán andino. Dicen que se extinguió hace miles de años, que su última erupción fue hace 1,6 millones de vueltas de la Tierra al sol. Y sigue aquí. Para muchos exploradores es la puerta, la ofrenda, el punto de partida a la exploración de los Andes. El descenso será tan o más difícil que el ascenso. A lo lejos, imponentes, nos observan colosales nevados. Amos y señores del tiempo. No hay lenguaje. No hace falta. Las montañas hablan sin palabras. Hablan en silencio. Un hornado en el Tingo, quizá, servirá para recuperar fuerzas. Sólo para el cuerpo. Mi espíritu y mi mente están recargadas de energía. Las citas esenciales no se postergan, simplemente suceden en el momento oportuno. Ni antes ni después. Sólo cuando uno por fin está listo. Tuve que vivir 28 años para que el volcán Ilaló me reciba en su cumbre. Aire y silencio. Montaña y cielo. (O)