La semana pasada, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue trasladado a un centro médico luego de que diera positivo por COVID-19; pocos días después decidió salir del hospital y regresar a la Casa Blanca en medio de las conjeturas de la comunidad científica que vio con escepticismo su real estado de salud y su riesgosa exposición en plena campaña presidencial. El hecho en cuestión volvió a abrir el debate sobre la existencia de un derecho de los ciudadanos a conocer el estado de salud de sus gobernantes. En otras palabras, si un presidente, un primer ministro o una figura similar tiene una enfermedad, ¿debe esta ser pública o, por el contrario, se trata de un asunto personal, reservado a la esfera íntima de cada individuo?

El tema es muy interesante si analizamos algunos de los numerosos casos en los cuales gobernantes ocultaron enfermedades que afectaron o bien podían afectar el desempeño del cargo público: a pesar de tener un aspecto saludable cuando fue elegido presidente, el electorado desconocía que John F. Kennedy sufría, desde hacía muchos años, la enfermedad de Addison (debilidad, fatiga, náuseas, fiebre, etcétera); Mitterrand, un expresidente francés, ocultó deliberadamente durante los casi 14 años de su mandato la existencia de un cáncer de próstata en fase avanzada, llegando incluso a difundir exámenes falsos en los cuales se resaltaba su excelente estado de salud; el pueblo alemán ignoraba que Willy Brandt, excanciller de la República Federal Alemana, sufría ataques periódicos de melancolía y depresión que lo mantenían postrado en cama durante días. Un caso emblemático en nuestra región es el de Hugo Chávez, quien logró mantener en secreto la gravedad de su enfermedad por un largo periodo.

¿Debe ser, por lo tanto, un asunto público la salud de los gobernantes?

Desde un punto de vista jurídico, la corriente más aceptada es aquella que sostiene que, por la naturaleza de sus funciones, los políticos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la ciudadanía y de la prensa. Esto hace que sus actividades, públicas o privadas, sean susceptibles de sufrir intromisiones que un ciudadano común no debe soportar.

Ahora bien, esto no significa que los políticos no tienen derecho a la privacidad, a la protección de sus datos o al respeto de su intimidad, aún más cuando la información que se divulga es errónea y tendenciosa, endilgando enfermedades falsas con el fin de crear un ánimo de angustias y zozobra en el electorado.

Por otra parte, y a pesar de que históricamente la preocupación de la ciudadanía ha radicado en la posibilidad de que una enfermedad de orden físico afecte el rendimiento del gobernante, resulta conveniente resaltar que en muchas ocasiones el elemento psicológico es el que realmente incide en la capacidad del líder. Por eso, es importante preguntarnos en qué casos la afección de trastornos tales como el de la personalidad narcisista, la depresión o la bipolaridad, por citar algunos ejemplos, deben considerarse como información pública que debe ser revelada a la ciudadanía, más allá de la voluntad de quien los padece. ¿Es esta información trascendente o es un dato inoficioso? (O)