Han sido muchas noches de insomnio para tratar de enfocarme en la mejor manera de rendir homenaje a Guayaquil desde esta columna, con motivo de su bicentenario de independencia.
Hay tanta historia detrás de la Fragua de Vulcano, por ejemplo, que se requerirían varias columnas para poder siquiera esbozar un resumen digno de tan sublime episodio que nos marca como pueblo libre.
Así que he pensado que el mejor homenaje a mi amada Guayaquil es dedicar esta columna a su gente.
A esa legión de héroes que todas las madrugadas se levantan a aplanar calles y dejar la última gota de sudor, el último esfuerzo, para procurar la alegría de sus seres queridos.
Al guayaco que hace una pausa a media mañana para “pegarse” un encebollado y luego seguir “camellando” hasta cuando las fuerzas se lo permitan.
Al guayaquileño que se junta con los panas de barrio sentado en la chancleta de cervezas para “bajarse” unas “pescuezudas”; a la familia que desde la madrugada reparte diarios.
A los bomberos, que patrióticamente arriesgan su vida para salvar otras vidas, y que orgullosos te dicen: “¡Soy bombero!”.
Al porteño que migró a otras tierras pero que vive pendiente de su gente; que disfruta más que nadie los meses de julio y octubre; que deja todo botado para no perderse el Clásico del Astillero; que cierra los ojos y huele a río y estero; que sueña con volver a recorrer sus calles y plazas, con abrazarse de su infancia y adolescencia en sus rincones eternos; que llora cuando escucha a JJ o a Rubira Infante.
Al empresario que lucha todos los días; que le pone buena cara al mal tiempo, esquivando todos los obstáculos que el poder central le acomoda desde 1830; que crea riqueza y trabajo y que lleva la bandera de Guayaquil por el mundo.
A nuestra natural alegría, que se respira por las calles y que vemos todos los días en los rostros de nuestra gente. No importa cuánto dolor dejemos atrás, siempre la sonrisa, la pujanza, el orgullo y la transparencia en el trato. Siempre de frente, siempre directos.
Este 9 de octubre celebramos 200 años de libertad: de España, de los piratas, de los incendios, de las pandemias, del centralismo, de la opresión, del totalitarismo; ¡LIBRES con mayúsculas!
Y si alguna palabra nos define a quienes tenemos la gracia de Dios de haber nacido en esta bendita tierra es esa: ¡LIBRES!
Libres como el río que nos rodea y el viento que sopla en sus portales.
Y esa libertad que recorre nuestras venas y se expresa en cada movimiento de nuestro cuerpo es el más preciado legado que Olmedo, Urdaneta, Letamendi, Villamil, Antepara, Febres Cordero y los otros próceres del 9 de Octubre dejaron a quienes, con mucho orgullo, nos reconocemos como guayaquileños.
Desde esta columna me inclino ante ti, mi querida Guayaquil, en representación de mis mayores y para ejemplo de mis herederos, para decirte desde lo más profundo de mi alma, y con el pecho hinchado de orgullo: ¡Viva Guayaquil! (O)