La relación entre la religión y la ciencia nunca ha sido sencilla. La religión se basa en dogmas incontestables que le dan la fuerza que necesita para permanecer en el tiempo, en lo posible de manera estática, aunque el planeta y el conocimiento vayan cambiando. La ciencia, en contraste, se regenera cuando los errores se comprueban, y es precisamente su falibilidad la que garantiza su crecimiento. Por eso, los cuestionamientos son el alimento del estudio científico y el socavamiento de las creencias.

Ciencia por un lado y religión por el otro tienen entonces su propio lugar en el mundo, aun cuando muchas veces traten de explicar el mismo fenómeno. A la muerte, por ejemplo, se le encuentran razones espirituales con la misma convicción con la que se podría determinar su causa fisiológica. Pero si tenemos que elegir, hasta el más creyente preferiría la ayuda de la medicina antes que optar únicamente por el consuelo de la fe.

En estos meses, sacerdotes y pastores han tratado de abordar como mejor creen la distancia física de sus feligreses. Acompañados de imágenes religiosas, hay quienes otorgaron bendiciones a barrios populosos subidos a un helicóptero; otros, más hábiles y ecológicos, asistieron a sus congregaciones por internet. Los más avezados lograron una ansiada dispensa del Comité de Operaciones de Emergencia Nacional para trabajar de manera presencial. El problema es que está absolutamente demostrado que las reuniones constituyen grandes focos de infección, y por eso una ministra francesa entró en pánico frente a las cámaras al darse cuenta de que olvidó su mascarilla para salir en público.

En Ecuador vivimos la antigua normalidad. La flamante vicepresidenta del Ecuador se dirige in vivo a los asistentes a una iglesia el pasado domingo cuando se sabe con certeza que la exposición aumenta la posibilidad de contagiar a otros sin presentar síntomas. Y, aunque no hay evidencia de que el dióxido de cloro es tratamiento adecuado para la enfermedad por coronavirus 2019 (COVID-19), diez obispos católicos unen fuerzas con un charlatán profesional y un médico que amenaza con que “nadie” le va a prohibir usar este químico con su novia y su amante.

Según el papa Francisco, la misericordia, exaltada por la vicepresidenta en su intervención, puede conmover al corazón hasta que “no sabe dónde está parado”. Guiarse así para ayudar a los otros es honorable, pero no justifica que líderes espirituales, sus seguidores y médicos desorientados pongan en peligro a los demás. No es de buena conciencia, ni buena ciencia, el antojarse por redefinir las leyes más básicas de la fisiología porque se tiene –literalmente– un micrófono al frente.

Mientras continúe evolucionando el conocimiento científico sobre la trayectoria y manejo clínico de este coronavirus, seguiremos recibiendo mensajes disparatados al tenor de “sácate la mascarilla cada diez minutos para que no te dé hipoxia”, que llanamente equivale a no llevar ninguna, y de ser cierto impediría atender pacientes de COVID-19. No nos dejemos llevar por la falta de confianza en el Estado y de una adecuada difusión para abonar al desorden. (O)