Ha salido humo blanco por la chimenea de la Capilla Sixtina. El trono de San Pedro tiene un nuevo ocupante, uno inéditamente joven. El actor británico Jude Law, que no hace tanto fue Albus Dumbledore en la película Animales fantásticos, interpreta al flamante vicario de Cristo, el Papa Pio XIII. Y es que la audacia del cineasta italiano Paolo Sorrentino no tiene límites. En 2016 creó, para HBO, una serie de 10 capítulos que, tomando como pretexto la ficción sobre el líder de la iglesia católica, nos dice cosas sobre el poder, la inmundicia, el amor, el deseo, la soledad, las resonancias de la infancia, y el paso inexorable del tiempo en nuestro cuerpo. A The Young Pope le siguió una segunda serie, secuela de la primera, llamada con originalidad The New Pope, protagonizada por nuestro adorado John Malkovich.

Para muchos, también para mí, el problema de la fe es uno fundamentalmente estético, más que metafísico. Creer o no creer, en el fondo, no es el problema. A veces creemos a ratos, a veces a duras penas. Luego empieza, como lo notó San Juan de la Cruz, la noche oscura del alma, pero la lucidez, la gran lucidez, se sabe hija de la oscuridad y no de la luz; es decir, se sabe falible, imperfecta, misteriosa, desoladora, humana. Sorrentino nos permite la posibilidad de ver, en imágenes, al Obispo de Roma, al representante de Dios en la Tierra, dudando de su fe. Hace milagros, coquetea con el pecado, se embriaga de un poder que es a la vez espiritual como geopolítico, y tiene insoportables carencias: el abandono de unos padres hippies, que lo dejaron en un orfanato, al cuidado de sor María, o la monja en la que Diane Keaton se convirtió luego de ser la esposa de Michael Corleone.

Muchas veces me he preguntado cuál es el gran amor de Paolo Sorrentino. La pregunta es imposible de contestar, porque nadie tiene un solo amor. Creo, sin embargo, que su historia con Roma es un amor inmenso, que no se olvida, que cada vez se evoca con mayor plenitud y madurez. La urbe que fue el centro del mundo, la capital del imperio, sigue siendo el escenario del cine más sutil y más nostálgico. Entiéndase a la nostalgia como esa conciencia sobre los hechos que, al haber ingresado para siempre en el pasado, nos constituyen inevitablemente. Pero siempre volvemos a las orillas del pasado para recordar cómo éramos, tan ingenuos e indefensos, y cómo lo seguimos siendo, pero de otro modo. La Roma de Sorrentino es la Roma de los papas católicos y los veranos inolvidables de Martina, es la ciudad desde la que el poderoso Silvio Berlusconi experimenta la duda existencial y la insatisfacción, son las noches de Vía Veneto que recuerda Jep Gambardella, o Marcello Mastroianni, o quizá Claudia Cardinale y Federico Fellini.

A esa ciudad eterna de Roma llega Malkovich, convertido en el papa Juan Pablo III, sucesor de Jude Law y de un efímero Francisco II. ¿Qué ha dejado atrás? Un castillo en Reino Unido, la muerte insuperable de su hermano, una supuesta vía intermedia entre el radicalismo conservador y la apertura y flexibilización católicas, los trajes del casimir más fino, los pañuelos de seda, el hartazgo. ¿Qué lleva consigo? La adicción a la heroína, la fragilidad de los héroes de la retirada, y la necesidad de vivir, al menos al final de su vida, el amor. En el Palacio Apostólico, lúgubre comparado a su civilizado castillo inglés, recibirá a sus amados Marilyn Manson y Sharon Stone.

El problema de la fe, en definitiva, es fundamentalmente amoroso. Necesitamos creer en alguien, y que ese alguien crea en nosotros, pero nos cuesta mucho aprender que la creencia definitiva es en la propia fragilidad, en la propia entereza. Sorrentino es tan lúcido precisamente porque, a contracorriente de nuestro tiempo, no quiere pontificar, dar sermones, hacer juicios inquisidores por la corrección política o subirse a las olas de la moda. Para Sorrentino el mar es una imagen inalcanzable y a la vez simple, que nos toca el cuerpo cada vez que ante ella nos desnudamos, bajo el sol y con la piel húmeda por el sudor, exacerbado o liberado el deseo. Su mérito es hablar de los papas católicos con la misma mirada cervantina con que mira a los políticos corruptos, a los mafiosos, a la valiente clase obrera, a los intelectuales que se han quedado solos, a los fanáticos, a las mujeres oprimidas por el patriarcado, a las esculturas del Renacimiento, a cualquiera de los precarios seres que habitamos este planeta, y a cualquiera de los genios que, a mucha honra, le heredaron la magia del cine italiano. (O)